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Revista Observaciones Filosóficas


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art of articleAturdimiento, ropaje y secreto en 'El proceso' de Kafka 1

Lic. Francisco Cruz- Instituto de Arte - Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Resumen
El ensayo ofrece una lectura de la novela El proceso, intentando reconocer en ella al menos dos figuras relativas a una de las experiencias más sensibles de la literatura de Kafka: el padecimiento del poder. Estas figuras son el ropaje y el secreto. Además, a modo de introducción, se intenta pensar la perspectiva del protagonista como un modo particularmente aterrador de la vigilia. 
 
Abstract
The essay offers a lecture of the novel The Trial, trying to recognize at least two relative figures in it of one of the most sensitive experiences of Kafka’s literature: the suffering of the power. These figures are the clothing and the secret. Moreover, as a means of introduction, the perspective of the protagonist is intended to be thought as a particularly terrifying manner of the vigil.



Palabras clave
Poder, aturdimiento, ropaje, secreto, abismo, deseo, ley.

Keywords
Power, daze, clothing, secret, abyss, desire, law.
1. Aturdimiento

El único sueño que imagina Josef K., fue publicado por Kafka dentro de Un médico rural, colección de relatos aparecida en 1920. Lo que el señor K. no puede ver, en el curso exterior de casi todo su proceso, luce de golpe con la nitidez de la apariencia onírica. Los sinuosos caminos del macabro escenario, evocan los complicados e infinitos pasajes que debe transitar cada vez que es arrastrado hacia los círculos de la justicia. K. se deja llevar “por uno de esos caminos como por sobre un torrente”3, entregado a un vaivén similar al que padece cuando, muy disminuido, retorna desde el asfixiante espacio interior de las oficinas de los tribunales y, en la perspectiva del vértigo, la sala de espera de los acusados se le aparece como “un barco en medio de una fuerte marejada” (527)4.

La misteriosa atracción que, en el sueño, siente por un túmulo lejano, podría leerse como la inversión paradójica de aquello que, al principio de El proceso, K. había escuchado de boca de uno de los dudosos policías que lo arrestan: “Nuestras autoridades… no buscan la culpa entre la población sino que, como dice la Ley, es la culpa la que las atrae…” (468). En cierto sentido, el propio K. entiende, más adelante, aquel desplazamiento del foco de la atracción como una variante de este mismo principio. Perdido en el patio interior del edificio de los tribunales, a cuya sala de sesiones había sido citado, K. debe elegir entre las distintas escaleras que se le ofrecen. Entonces, toma la primera, pensando en las palabras del agente, de las que “realmente debía seguirse que la sala de la investigación tenía que estar en cualquier escalera que... eligiera al azar” (495).

Así la corriente lo empuja hasta el túmulo. Es cierto que en él no hay verdugos; pero ocurre que en el sueño no son necesarios, pues quien ha sido arrastrado, ya es de partida un muerto. En todo caso, los hombres que fijan la estela sepulcral, aunque sólo sea por el hecho de ser dos, remiten a la siniestra pareja de verdugos que sellan El proceso en la forma de la ejecución. Un poco más grosera y menos inhumana, es la dupla de guardias que lo abren en la forma del arresto. Es como si esta misma pareja retornara en la escena final, despojada de casi todo signo de vida, convertida en pura exterioridad. En ambos casos, aparece un tercero: el inspector que interroga al acusado y la enigmática figura de un hombre que, desde una ventana, se hace testigo de la ejecución. Un tercer personaje interviene también en el sueño. Es el artista cuyas ropas y gestos ligeros evocan al pintor Titorelli, conocedor de las únicas reglas secretas y atávicas conforme a las cuales se dejan retratar los jueces. Pero el artista de Un sueño no viene a pintar a los funcionarios de la justicia. Tampoco viene a grabar en el cuerpo del acusado el precepto que tal vez habría violado. Su encargo consiste en inscribir la muerte de K. sobre la piedra. Todo pasa jovialmente hasta que el artista advierte la triste confusión: el muerto ha llegado demasiado tarde al entierro.

El retardo puede ser una forma de la incomprensión. K. se demora en entender. Sólo cuando ve la inicial de su nombre escrita, sin adorno, en la piedra y el artista, irritado, hace saltar el túmulo de una patada, intuye el significado de la escena. Entonces, “con todos sus dedos se puso a cavar en la tierra, que casi no le ofrecía resistencia; todo parecía estar preparado; sólo para salvar las apariencias habían aderezado esta fina costra de tierra”5. El túmulo no era más que un ornamento, como la pompa áurea del texto que el artista, en principio, grabó sobre la piedra. Los decorados atraen y ocultan a K. el fin ya sellado de su destino, hasta desatar en él la angustia de la incomprensión.

La ambigüedad define la sensación del hundimiento en la fosa abierta debajo de la “fina costra de tierra”. K. se hunde “estremecido por una suave corriente que le recorrió la espalda”6. Es el siniestro temblor de la fatalidad. Pero el soñador despierta encantado (entzückt) por esta visión.

*

En la nota final a la primera edición alemana, Brod declara que Un sueño era parte de El proceso. Pero, curiosamente, lo excluye de su guión por tratarse de un “fragmento” del conjunto “nada esencial” de los capítulos sin terminar.

La lectura del relato, en el contexto de El proceso, permite llenar un vacío en el guión de Brod, pues el sueño ofrece las características de un pasaje: puede ser leído como el puente que une el capítulo de la catedral con el fin. Primero, retoma y configura el aspecto, quizás, más llamativo de la conducta de K. a lo largo de la obra. Estoy pensando en el retardo, en el sentido del demorarse mucho en comprender. K. sufre de una extraña ceguera, que el sacerdote cifra en la pregunta: “¿Es que no puedes ver a dos pasos?” (647). Es extraña, al lado de esas facultades de organización y memoria, que le habían permitido alcanzar rápidamente el cargo de procurador superior de un prestigioso banco. Ajena, por tanto, a la vida del señor K. antes o fuera del proceso. Pero ¿existe un “antes” o un “afuera” del proceso? Aparentemente hubo un “antes”, si bien fuera de la novela, porque su comienzo coincide con el inicio del proceso. En cuanto al “afuera”, subsiste nada más que en la imaginación de K., sobre todo en la fase del desprecio, como un espejismo que se va desdibujando conforme crece el deseo de su realidad. En este sentido, el “afuera” sería una ilusión de la propia ceguera. Así, el retardo, sobreviene con la detención, y es una de las formas primarias del quedar expuesto, crónicamente, al poder ilimitado del mismo proceso.

No es raro, entonces, que la pregunta que cifra esta ceguera se formule hacia el final de la novela, en el episodio de la catedral. Hasta el cierre de este capítulo, K. no se libra de su distracción. “Soy apoderado de un banco, me esperan; solo he venido aquí para enseñar la catedral a un cliente [extranjero]” (655), dice, sin advertir todavía que el único extranjero era él, frente al sacerdote, “nativo” de la justicia.

En el breve, pero aplastante capítulo final, K. aparece distinto. Ante todo, se anticipa a los hechos. A pesar de no haber sido notificado sobre visita alguna, su actitud es la de quien espera invitados. Da la sensación de que por fin ha visto lo que se le escapa desde el primer momento: ser arrestado -o arrastrado- es ya empezar a morir. Como el retardo es parte de la agonía, el golpe de vista sólo podía estallar dentro de una esfera que, en cierta medida, se sustrae al poder que ciega. Esta esfera es la de Un sueño, que no es premonitorio, pero sí una revelación, la fisura del retardo, el pasaje hacia el fin.

*

Adorno subrayó también el valor del relato, en el contexto de El proceso, en el sentido de que “mediante el contraste de ese sueño [Kafka] ha reafirmado todo lo demás como realidad, aunque se trate de esa realidad tomada de sueños…”7. ¿Qué clase de realidad envuelve a Josef K., que puede parecer un sueño sin serlo?

Una de las afinidades entre el señor K. y Gregor Samsa, es que ambos no logran volver a encontrar las cosas en el mismo lugar en el que aparentemente las habrían dejado por la noche. La dislocación a la que quedan expuestos se relaciona con el despertar, con el tránsito del sueño a la vigilia. Kafka entiende que este paso es muy delicado, tan frágil que lo extraño, para él, es que al despertar todo siga en su lugar; porque soñar es quedar ilimitadamente expuesto a esa alteración de las cosas. Así se deduce, por lo menos, de un fragmento tachado de El proceso, citado y comentado por Calasso, que formaba parte de la escena del arresto: “Lo raro es que, cuando uno se despierta por la mañana, ...en líneas generales vuelve a encontrar las cosas en el mismo estado en que estaban por la noche. Sin embargo, durante el sueño uno se ha encontrado, por lo menos en apariencia, en un estado esencialmente distinto de la vigilia y hace falta una infinita presencia de ánimo o, mejor dicho, de presteza para cogerlo todo, al abrir los ojos, por así decir en el mismo punto en que uno lo ha dejado la noche anterior”8.

El despertar exige una infinita presencia de ánimo, que permita actuar con rapidez, proporcional al modo aparentemente ilimitado de la dislocación e inermidad, características del estado onírico. Quien no agarra velozmente el hilo de la continuidad del día, corre el riesgo de quedar atrapado, no en el sueño, sino en una forma particularmente aterradora de la vigilia. Literalmente, podría ser la forma del aturdimiento, ese momento primitivo del despertar, que consiste en abrir los ojos a una pura exterioridad vacía de todo sentido.

Este modo inquietante de la vigilia, es quizá el que más se parece a la perspectiva de K. en El proceso. Pero su historia, enseña que el quedar detenido en ese momento del despertar, es algo más que un fenómeno fisiológico. Pienso que es la imagen primaria y, en parte latente, del extrañamiento, de esa ruptura invisible con el mundo familiar y conocido que, de pronto, sobreviene dentro de la propia vigilia. La imagen del despertar aturdido, une el instante del extrañamiento con el lugar de mayor familiaridad: el dormitorio o la cama. A partir de aquí, esto es, desde el principio, lo familiar, salvo como ilusión o deseo, no tendrá lugar en El proceso.

K. piensa que la detención pudo ser evitada. Ante la señora Grubach, ensaya una serie de argumentos que explican el arresto como un desvío de su perspectiva. Es cierto que, en este punto, K. se engaña al minimizar el poder del proceso, bajo la idea de “que no es absolutamente nada” (480). Pero, también es muy probable, que estos argumentos formen parte del pequeño inventario de palabras lúcidas que, a pesar de todo, logra articular en el curso de su historia: “Me sorprendieron, eso es lo que pasó. Si, inmediatamente después de despertarme, sin dejarme desconcertar por la ausencia de Anna, me hubiera levantado enseguida y, sin atender a nadie que se hubiera interpuesto en mi camino, hubiese venido a verla; si esta vez, excepcionalmente, hubiese desayunado por ejemplo en la cocina; si me hubiera hecho traer por usted de mi habitación la ropa; en pocas palabras, si hubiera actuado con sensatez (vernünftig), no habría ocurrido nada más, y todo lo que había de ocurrir se habría evitado. Sin embargo, uno está siempre tan poco preparado” (480).

Este pasaje, ilustra cómo debiera haber sido el despertar conforme a la regla del fragmento tachado: una actuación veloz, sin dejarse alterar por lo extraño, hubiese ahogado su irrupción definitiva. K. resume la estrategia en una frase, donde “presencia de ánimo” y “rapidez” equivalen a “actuar razonablemente”. Pero la conducta razonable exige estar preparado. El despertar es el momento de máxima vulnerabilidad, porque en él se demora el estado de desprotección propio del sueño. ¿Cómo, entonces, se puede estar preparado? “En el banco, por ejemplo, estoy preparado, y allí sería imposible que me ocurriera nada parecido... sobre todo, allí estoy en mi ambiente de trabajo, y por tanto alerta (geistesgegenwärtig)...” (481).

Calasso comenta: “…para actuar ‘razonablemente’ es necesario albergar en sí el equivalente de una oficina, puesto que no se puede pretender que el despertar suceda dentro de una oficina”9. Con todo, esto último es exactamente lo que ocurre entre los funcionarios de las oficinas de los tribunales. A modo de justificación de las pobres vestimentas, una joven burócrata le confiesa a K.: “…tampoco tiene mucho sentido gastar dinero en ropa, ya que estamos casi sin interrupción en las oficinas, incluso dormimos aquí” (526). El abogado Huld, que no duerme en su bufete, en cierto sentido lo alberga en sí, de tal suerte que puede recibir a los acusados desde la intimidad de su cama, incluso “de noche” (619).

La única ley que el propio K. dice transgredir, tanto al inicio como en el curso del proceso, es la de “estar siempre preparado”, la de “no dejarse sorprender” (603). A pesar de su brillante carrera, K. no era lo bastante funcionario.

2. Ropaje

La presencia del ropaje en El proceso no es menor. Es una de las formas más visibles de ese mundo que viene a alterar definitivamente el orden de las cosas, junto a la fisonomía de sus representantes y a la arquitectura que le da lugar. Ropaje, fisonomía y arquitectura coinciden en esto: falta por completo la majestuosidad con la que tradicionalmente se ha investido el poder.

La sensación de estar frente a una farsa, preparada quizás por “sus compañeros del banco” (466), algo tiene que ver con la fisonomía y el ropaje de los policías que, por un momento, hacen pensar a K. que podría tratarse de “actores” improvisados de la calle. El vestido de los funcionarios aparece en la perspectiva del disfraz, porque no se ajusta a la medida convencional del uniforme. “’¿Son ustedes funcionarios? Ninguno lleva uniforme, a menos que se quiera llamar uniforme’, se volvió hacia Franz, ‘a eso, pero se trata más bien de un atuendo de viaje’ (Reiseanzügen)” (472).

El ropaje no es uniforme respecto de lo que dicen ser quienes lo visten. Hay en El proceso una incoherencia teatral, entre apariencia y ser. Pero, donde el ser se confunde con el poder, en una trama crítica que tiende a hundirlo en su opuesto: el no-ser. Así, mejor sería hablar, por ahora, de una incoherencia entre apariencia y poder. Esta incoherencia sería parte de la misma crítica del poder, que se configura en la literatura de Kafka.

Por eso, el “atuendo de viaje” del primer policía, parodia la índole del aparato que se oculta detrás del arresto: “llevaba un traje negro ajustado que, como las prendas de viaje, estaba provisto de diversos pliegues, bolsillos, hebillas y botones, y de un cinturón, y en consecuencia, sin que se supiera muy bien para qué servía, parecía muy práctico” (463). La infinidad de pliegues y detalles, aparentemente útiles, pero sin un significado claro, prefigura, mejor que un simple traje de funcionario, el modo burocrático de la “gran organización” (504), que parece respirar “detrás de todas las actuaciones” (Ibid.).

La incoherencia entre poder y parecer, la falta de seriedad o esplendor del segundo en función de la crítica del primero, tiene un rendimiento desde el punto de vista de la expresión del poder en El proceso. Aunque, también, engaña a quien lo padece, el ocultamiento sería un elemento de esta misma expresión de poder. Así K., confunde la actuación (fisonomía, ropaje, gestos y parlamentos), entre grosera e irreal de los policías, con la severa eficacia de la Ley en nombre de la cual han venido a arrestarlo, alegando que “probablemente [ésta] solo existe en sus cabezas” (468). La contraparte de esta idea, medio lúcida, medio errada, es la breve, pero reveladora sentencia de uno de los agentes: “Ya la sentirá” (468).

K. deja pasar estas revelaciones, aturdido como está por la incoherencia del todo. No advierte que lo bajo y arbitrario prefiguran la irrupción de un poder omnímodo que lo viene a matar. La cadena de humillaciones apunta en esta dirección: “Los dos hombres estudiaron el camisón que llevaba K. y dijeron que ahora tendría que ponerse otro mucho peor, pero que se lo guardarían, lo mismo que el resto de su ropa blanca y, si su asunto se resolvía favorablemente, se lo devolverían” (465); la usurpación de la ropa blanca equivale a ser desvestido por dentro, despojado de la intimidad. En este sentido, el arresto implica que todo ropaje será para K. lo mismo que su libertad, una tela transparente, ilusoria, por donde se cuela y expone la desgracia a los ojos de todos. Ya en el primer episodio, la publicidad del arresto crece en forma inquietante: junto a la vieja que observa desde la casa vecina, se apilan después otros dos espectadores, como si de un accidente se tratara; la casera escucha detrás de la puerta, y el inspector que recibe al detenido en la pieza de la señorita B., se ha preocupado de convocar a tres jóvenes testigos que, sólo al final de la escena, K. reconocerá como empleados del banco.

Ser privado de la ropa blanca, indica algo más que vulnerabilidad y exposición pública. En el capítulo del flagelador, donde los policías son torturados justamente por sustraer al acusado su ropa blanca, Willem apela a una elocuente tradición secreta: “...naturalmente a los guardianes nos está prohibido actuar así... pero la tradición es que la ropa blanca pertenece a los guardianes, siempre ha sido esa, creedme; al fin y al cabo es comprensible: ¿qué significan esas cosas para quien tiene la desgracia de ser detenido? Sin embargo, si lo hace público, tiene que haber un castigo” (530). La ropa blanca de los acusados no difiere de las prendas del cuerpo desnudo y tembloroso del condenado a muerte que, en la escena final de El proceso, el verdugo dobla “cuidadosamente, como cosas que hubiera de utilizar todavía, aunque no de forma inmediata” (660).

Todo lo que pierde el detenido, es asimilado por el aparato de poder como si de un alimento se tratara. Así ocurre, literalmente, con el desayuno de K., que los agentes devoran en su presencia, dando a entender que aquél ha perdido el derecho a la vida. En el curso del proceso, K. se irá sintiendo cada vez más cansado, falto de voluntad, lento. El tío del campo, lo encontrará delgado; y esta delgadez, le hará recordar una vieja sentencia: “Al verte, uno creería casi en el proverbio que dice: ‘Tener un proceso significa haberlo perdido ya’” (541). El tribunal se parece a un animal, que se nutre, en secreto, de los acusados, hasta hacerlos desaparecer.

Quien ha perdido el derecho a la vida, sólo puede vestir de negro. K. es obligado, ya en el primer episodio, a vestir su propio duelo. Para comparecer ante el inspector: “Tiene que ser un traje negro” (470), repiten en coro los policías.

*

El negro es el color principal entre los distintos ropajes de la justicia. Es el color del “vestido de viaje” del primer funcionario. En la sala de sesiones del tribunal, “la mayoría estaban vestidos de negro, con viejos trajes festivos, largos y muy holgados” (497). El chaleco de cuero oscuro, escotado y sin mangas, del flagelador que, en palabras de Calasso, parece “salido de un club sadomasoquista”10, no sería tan distinto del hábito de sacerdote, y mucho menos de las levitas y sombreros de copa de los verdugos.

*

La mayoría de los ropajes de la justicia, parecen sacados de un teatro en decadencia. A parte del sacerdote, que, hasta abajo del púlpito, no pierde “cierta solemnidad” (648), hay un solo funcionario que viste con elegancia. Es el señor encargado de informar a las partes en litigio. Entre los mismos funcionarios inferiores, se había organizado una colecta para que el rostro más visible del tribunal pudiera “dar una primera impresión digna” (525). A pesar de su elegante ropaje, del que “llamaba la atención sobre todo… un chaleco gris terminado en dos puntas agudas” (524), el informador no puede reprimir su irónica risa, que anula el efecto amable de los atavíos, y provoca temor entre los acusados.

El ropaje no puede disfrazar la crueldad de los funcionarios del aparato de poder. Ni siquiera el arte que sublima el aspecto de los jueces, disimula la agresividad animal del tribunal. En el estudio del abogado, K. observa el retrato de un juez. Es cierto que la majestuosidad de las vestiduras que falta en los personajes, aparece en el cuadro de gran formato; pero, ni la toga de juez, ni el trono alto y dorado sobre el que éste se sienta, sirven como para provocar en K. una impresión de dignidad: “Lo insólito era que el juez no aparecía... sereno y digno, sino... como si quisiera levantarse un instante después con movimiento violento y tal vez airado, para decir algo decisivo o, incluso, para dictar sentencia” (551) .

Las palabras de Leni, acabarán por de-sublimar totalmente la obra. El retrato había sido pintado cuando el juez aún era joven, pero, en verdad, nunca hubo parecido entre su cuerpo “casi diminuto” (551) y el enorme tamaño de la figura en el cuadro. Los jueces son vanidosos, aclara la enfermera, “como todos los de aquí” (Ibid.); y donde “todos” incluye a las mujeres, que viven en los bordes de la esfera del tribunal. Ni siquiera en las pinturas aparecen los jueces superiores. A K. le sorprende que un simple juez de instrucción, pueda sentarse en un trono. “’Es todo invención’, dijo Leni... ‘en realidad está sentado en una silla de cocina, cubierta con una vieja manta de caballo’” (552).

En el diminuto y asfixiante estudio del pintor Titorelli, K. volverá a observar el retrato de un juez. Ambos retratos son casi idénticos. Se repite la expresión y actitud felina: “...también en este caso el juez estaba a punto de levantarse amenazador de su trono” (586); lo mismo la desproporción entre la inferioridad del grado y el alto puesto en el que “nunca se había sentado” (587), entre la pobre realidad y el artificio solemne. La diferencia mayor era una gran figura que, en principio, K. no reconoce. “Es la Justicia” (Ibid.), dice el pintor, luego de retocarla con un lápiz pastel. Entonces, K. percibe la balanza y la venda sobre los ojos de la diosa. Lo insólito de la figura era que, además, tenía alas en los talones y parecía correr. Titorelli se atiene a las instrucciones de un encargo: “en realidad es la Justicia y la diosa de la Victoria al mismo tiempo” (Ibid.).

K. entiende que al correr, la balanza entra en un vaivén contrario a la quietud natural de la diosa de la imparcialidad. Quizá este híbrido sea la imagen más reveladora del tribunal: la justicia es inseparable de la arbitrariedad del poder, siempre victorioso, que la administra; porque el tribunal, en El proceso, no es distinto de la parte que acusa. A tal punto se hace parte, que el pintor dirá, más tarde, una frase que vuelve a revelar la trama inexorable entre justicia, victoria y poder: “Nunca se puede disuadir al tribunal. Si pintara a todos los jueces uno al lado de otro sobre un lienzo y se defendiera usted ante ese lienzo, tendría más éxito que ante el verdadero tribunal” (590). La culpa queda fijada, como este hipotético tribunal en la tela, desde el momento en que se formaliza la acusación. Pero ésta, no sería más que la atracción que el tribunal siente por la culpa.

La impresión final de K. ante la figura, dice algo sobre el sentido de esta atracción. Es como si la mezcla gradual de las dos diosas hubiese dado como solución una tercera: “la figura… apenas recordaba ya a la diosa de la Justicia, pero tampoco a la de la Victoria; ahora parecía totalmente la diosa de la Caza” (587). K. reconoce la imagen, sin pensar en lo que podría significar: la atracción que el tribunal siente por la culpa, no difiere del deseo que el cazador siente por la presa. El sentido de la “gran organización”, se abisma en el deseo de matar al otro, que encubre y libera la caza como deporte, y el tribunal bajo el divino ejercicio de la Justicia.

*

Uno de los índices más llamativos del ropaje, entre ridículo y macabro, de los funcionarios del aparato de poder, es el desgaste. Este aspecto subraya la expresión de “los mundos de los que habla [Kafka] –en palabras de Benjamin- como viejos, corrompidos, vividos en demasía, polvorientos”11. El tribunal se viste con los despojos de una antigua majestuosidad.

Nada ilustra mejor este fenómeno que los “dos botones dorados que parecían arrancados de algún viejo abrigo de oficial” (517), que K. observa como único emblema de poder, en el traje de simple particular del ujier de los tribunales. Estos restos de solemnidad que, en principio, no hacen más que confundirlo, como las flojas y viejas chaquetas de gala que visten los funcionarios de la asamblea, finalmente, serán más humillantes que el hipotético esplendor, nunca visto, del poder. Así, ya avanzado el proceso, el único botón dorado del ujier encargado de llevar a K. fuera de las oficinas del tribunal -halladas tras una puertecita interior de la buhardilla del pintor-, “ofendía su vista, aunque probablemente no llamaba la atención a nadie más” (604).

Despojos de solemnidad son también las levitas y sombreros de copa de los verdugos. Por eso, no dan la impresión de elegancia y sí de una teatralidad venida a menos. “Me envían viejos actores de segunda…Quieren deshacerse de mí de una forma barata… ¿En qué teatro actúan?” (657). En este punto, K. ya sabe que el proceso no era una farsa. Aún más, sabe que lo vienen a matar: espera, vestido de negro, a sus verdugos, cuyos trajes vuelven a exteriorizar el color abismal del tribunal en el que ya se ha embutido la presa. Pero la sensación de ser víctima de una comedia que excede “los límites de una broma” (472), se impone al final. Es que los funcionarios nunca estuvieron a la altura de la entidad que decían representar. No podían estarlo, se dirá, sólo eran delegados de una instancia superior. Hasta en el último momento, “K. se confesó que había estado esperando otra visita” (657). Como el mensaje del emperador, en la leyenda que ofrece La construcción de la muralla china, esta otra clase de visita en El proceso, jamás arribó. “¿Dónde estaba aquel juez al que no había visto nunca? ¿Dónde el alto tribunal al que nunca había llegado? (661).

3. Secreto

En palabras de Canetti: “De todos los escritores, Kafka es el mayor experto en materia de poder; lo ha vivido y configurado en cada uno de sus aspectos”12. La vivencia de Kafka no es, ciertamente, la del detentador del poder. La suya es, más bien, la de quien lo padece. Desde esta perspectiva, el poder se ha configurado de manera ejemplar, en El proceso, en la forma del tribunal que humilla a K. Un elemento medular de esta compleja representación es el secreto.

En los interminables monólogos del abogado Huld, se describe la estructura del tribunal y su forma secreta. La organización judicial, desde el principio, postula “el secreto del procedimiento” (561). Que el proceso sea secreto, significa, en primer lugar, que los expedientes del caso, incluidos el escrito de acusación y la sentencia definitiva, nunca salen de la cerrada esfera del tribunal, quedando totalmente ocultos para el público, el acusado y su defensa. Por eso la dificultad asociada al primer escrito de defensa. ¿Cómo escribir un texto contra una inculpación desconocida? Sólo por azar se podía dar en el blanco.

El método oficial de los abogados, consistía en tratar de adivinar la naturaleza de la acusación y sus fundamentos, a partir de los “relatos… a menudo muy confusos” (559) del cliente acerca de los interrogatorios. Pero, durante el proceso de K., sólo hubo una vista de la causa y, todavía más insólito, era que el abogado “casi no le había hecho preguntas” (556).

La impotencia de los abogados no era fortuita. Porque la ley “no autoriza realmente la defensa, sino solo la tolera, e incluso se discute si hay que interpretar el pasaje pertinente... siquiera como tolerancia” (558). El desprecio que el tribunal siente por la defensa, se condensa en la grotesca imagen de una pierna de abogado que, de vez en cuando, colgaba, como un miembro mutilado, pero vivo, del techo de la sala de espera de los acusados. En el fondo, este desprecio no sería más que una variante de la feroz atracción que el tribunal siente por la culpa. Igual que un cazador se cuida de sorprender a su víctima inerme, así también el tribunal “quiere eliminar la defensa... [pues] todo debe recaer sobre el acusado mismo” (559).

Si oficialmente no se puede vulnerar el secreto de la justicia, entonces, el valor de la defensa sólo podría residir en la esfera íntima de sus relaciones con el poder. “Lo más importante siguen siendo... las relaciones personales del abogado, en ellas radica el valor principal de la defensa” (559). Más tarde, Titorelli, personaje de confianza del tribunal, pero cuyo puesto no era reconocido oficialmente, volverá a insistir en el poder de las relaciones íntimas. La justicia sería totalmente inflexible “sólo a las pruebas que se presentan al tribunal... Se comporta de otra forma con lo que se intenta al respecto por detrás de las vistas públicas, es decir... en los pasillos o, por ejemplo, en este estudio” (591). Entre tanta ruptura, por un momento, la coherencia entre el discurso del abogado y del pintor, ilusiona a K. No entiende que, apelar a la intimidad, como único recurso, es una nueva forma de postular el secreto del poder y el poder del secreto: la arbitrariedad e invulnerabilidad infinitas.

Hasta el método oficial de los abogados estaba teñido de una peculiar intimidad: la del perro, frente al amo. Block describe un documento, que el abogado Huld, había redactado en favor de su causa: tras los giros ornamentales de erudición, venían las “adulaciones a determinados funcionarios en particular… luego autoelogios del abogado, mediante los cuales se humillaba ante el tribunal de una forma francamente perruna” (614-615). No hay que olvidar, la escena en la que el propio Block, arrodillado ante la cama de Huld, se convierte en “el perro del abogado” (630). Si el abogado aparece, primero, como perro del tribunal y, luego, como amo del acusado, entonces, su intimidad con el poder, no sería más ni menos que la del funcionario subalterno.

Kafka ofrece numerosas variaciones sobre la insólita mezcla entre lo público y lo privado; y donde lo público aparece casi siempre “viciado” por lo privado. El edificio de los tribunales es un conventillo emplazado en un barrio marginal de la ciudad. Para entrar en la sala de debates, K. debe pasar por el cuarto de la familia del ujier, cuyos muebles eran retirados cada vez que había sesión. Cuando asiste a la única vista de su causa, algo queda de este espacio íntimo: una artesa en la que la mujer del ujier lavaba ropa de niños. Más tarde, durante su provocador discurso ante la asamblea, K. será interrumpido por los gemidos del estudiante, quien, en una esquina de la sala, acaba en el suelo con la lavandera, su esclava erótica. El juez se queda escribiendo las actas oficiales, hasta bien entrada la noche, a la luz de una “lámpara... de cocina” (511); y al final, para salir de los tribunales, debe pasar por el cuarto ya amoblado, en el que dormían la lavandera y su marido.

El espacio público está enrarecido por el “vapor” de lo privado: como el aire de las oficinas del tribunal, viciado, sobre todo, por tratarse del desván del conventillo en el que los vecinos ponían “a secar toda clase de ropa” (523). Por eso, cada vez que K. se adentra un poco en el mundo del tribunal, siente asco o vértigo, al “comprobar que el interior del sistema judicial era tan repulsivo como su exterior” (522-523).

El recurso a las relaciones personales, no sería, entonces, más que una variante de la deglución de lo público en la caverna de lo privado, en el interior nauseabundo del poder. Pero, el abogado Huld, insiste: “Verdadero valor tienen solo unas honradas relaciones personales, concretamente con funcionarios superiores, con lo cual, naturalmente, se quiere decir solo funcionarios superiores de la categoría más baja” (560). Este pasaje, nos lleva, hacia una descripción más exacta de la estructura del tribunal.

Como todo complejo de poder, esta “gran organización” tiene una forma jerárquica. K. intuye, ya en su, por momentos, lúcido discurso, que los círculos del tribunal no estaban formados sólo por ujieres, policías, verdugos, inspectores y jueces de instrucción, sino también por “jueces de grado superior y supremo” (504). Hay que imaginar, un cuerpo de anillos, cada vez más estrechos, conforme ascienden hacia el centro del poder. Casi no hay comunicación entre ellos, salvo aquella que se da en la forma de la orden. Pero, quien ordena, siempre se reserva algo, de modo que la orden, es también una forma de incomunicación.

Esto significa que el secreto no atañe sólo al acusado, sino que constituye la trama misma del poder. Cuando, ante la insistencia de K., por saber las causas de su arresto, Willem se limita a decir: “Nosotros somos humildes empleados… y no tenemos otra cosa que ver con su asunto que la obligación de montar guardia en su casa diez horas diarias, recibiendo a cambio nuestra paga” (467), no custodia el secreto del proceso, pues no sabe nada acerca de él, salvo el contenido de la orden: que K. está detenido.

Algo parecido ocurre con los funcionarios, encargados de trabajar en los expedientes de la causa. En palabras del abogado, “el procedimiento… era en general secreto también para los funcionarios subalternos… los asuntos aparecían en su circunscripción sin que… supieran de dónde venían, y continuaban su curso sin que supieran adónde iban. Por consiguiente… la decisión final y sus fundamentos quedaban fuera del alcance de esos funcionarios” (561-562). Estos burócratas, con quienes se jactaba, el doctor Huld, de tratar en forma personal, saben algo más que los policías, acerca de los casos. Pero, se les oculta lo esencial: el origen y el fin del proceso, la naturaleza de la acusación y la sentencia definitiva. Literalmente, el objeto de su ciencia es el trámite.

Así, el tribunal preserva el secreto del proceso, incluso entre sus funcionarios. Sólo los jueces superiores que dictan la sentencia, podrían tener la llave de la serie interminable de trámites realizados, sobre el caso, en los distintos círculos del poder. Pero ¿dónde estaban y quiénes eran estos jueces? Cuando Titorelli, expone a K., los tres tipos de liberación a los que aparentemente podía aspirar, dice que la “absolución auténtica” (592), sólo puede emanar del tribunal superior: una esfera “totalmente inalcanzable para usted, para mí y para todos” (597).

El tribunal supremo custodia, entonces, el secreto del proceso. Esto significa que sabe los fundamentos de la acusación y de la sentencia final. Por eso, es el único que tiene el derecho de absolver definitivamente. El nudo ciego es que es tan secreto, como el mismo secreto que custodia. Huld también se va a referir a estos “tribunales inaccesibles” (565). En la serie de anillos que forman el cuerpo del poder, serían la representación del centro, pero de un centro ilimitadamente lejano, que lo abre hacia el dominio de lo infinito: “la jerarquía y el escalafón del sistema judicial eran infinitos, e incluso imprevisibles para los iniciados” (561).

Hay que atender a las palabras de Titorelli, acerca de este centro, mencionadas, literalmente, al pasar: “Cómo son las cosas allí no lo sabemos y, dicho sea de paso, tampoco queremos saberlo” (597). Esta actitud es diametralmente opuesta a la del campesino, dentro de la parábola Ante la Ley, cuya voluntad de saber, según el guardián, es “insaciable” (649). Titorelli sabe que este esfuerzo, no conduce a nada bueno. El abogado también lo sabe, cuando previene a K.: si uno intenta alterar el eterno equilibrio del tribunal, pierde el “suelo bajo los pies y puede hundirse, mientras que el gran organismo... permanece inmutable, si es que no se vuelve más vigilante, más severo, más malvado, lo que es más probable” (563).

La ambigüedad de estos pasajes, arroja alguna luz, sobre el sentido del infinito secreto del poder. El equilibrio de sus esferas reposa sobre lo infinito. Pero sobre un infinito abismo, y no precisamente sobre suelo firme. El cuerpo del poder no se abre, en su centro, hacia el dominio de lo infinito, como hacia su cima o fundamento, sino todo lo contrario: es la abertura de un desfiladero. Es la infinita distancia que separa al tribunal de su fundamento: la Ley. Esa Ley, de la que pende todo el poder del tribunal y, en nombre de la cual, actúan sus funcionarios. Así, todo poder reposa sobre un abismo.

Si del tribunal supremo emanan las acusaciones, y a él retornan para articularse en sentencias definitivas, es porque, en sentido estricto, es el único que sabe la Ley. De este saber, proviene el secreto que custodia: los fundamentos del proceso. Pero, a lo largo de toda la novela, los jueces superiores no aparecen ni en pintura. Todo hace pensar, que esta ausencia, no es simplemente la del “soberano”, que tiende siempre a acechar, detrás de sus ayudantes. Porque si “no hay reyes”13, como dice Kafka en uno de sus aforismos, tampoco habría jueces superiores, ni fundamentos del proceso. Ambos, no serían más que hipótesis del poder. Aquello que ponen o suponen los funcionarios, para ocultar la infinita distancia que los separa de la Ley, el oscuro abismo de la intimidad, de donde brota toda decisión. Como u-tópico lugar de las decisiones, el tribunal supremo encubre el abismo que, de acuerdo al cuadro de la diosa de la Caza, no sería otro que el del deseo.

Vemos, finalmente, que, en El proceso, no se trata de un secreto cualquiera. Pero, tampoco, simplemente de su eficacia medular, allende el contenido, dentro de las relaciones de poder. En la literatura de Kafka, se configuraría el secreto del poder, de todo poder. Así lo sugiere Pablo Oyarzún, sobre la base de una lectura del “cuento chino” de Kafka: “sería el secreto del poder que… no hay Poder, sino sólo su forma14.

La tesis evoca el tratamiento paródico de las pinturas, donde la majestuosidad artificial de la forma, disfraza la nulidad real del poderoso. En general, hemos visto, que falta esa majestuosidad, que también la forma está al servicio del desfondamiento del poder: las vestiduras, como despojos de un esplendor infinitamente remoto. Pero la forma, no se agota en el ropaje, la arquitectura o la fisonomía del tribunal. Kafka desviste de tal manera al poder, que conserva de su forma nada más que esto: el hecho de poder; y donde el hecho primario de poder, en cuya arbitrariedad reposan todos los demás, es la usurpación de un derecho totalmente inasible. Más que con recursos formales, en el sentido de presencias macizas, este primitivo zarpazo en el vacío se oculta con recursos fantasmales, presencias tan etéreas como “secretas”: el hipotético tribunal supremo que nadie conoce, los “secretos” fundamentos del proceso, o la misma Ley de la que todos hablan y, en cuyo nombre, actúan; a pesar de que, como dirá Titorelli, nunca “la he leído” (593). Todo este sistema de “secretos”, estaría al servicio de un único secreto: que no hay tales secretos, porque no puede custodiarse lo que no existe o lo que no se sabe, ni puede saberse.

*

Cuando la fase del desprecio, da paso a la preocupación, K. decide intervenir directamente en el proceso, y despedir al abogado. A modo de justificación, le habla a Huld sobre la insuficiencia de sus “gestiones”, ante todo, ahora, “cuando el proceso, literalmente, se me echa encima en secreto (im Geheimen) cada vez más” (623). En este punto, el tribunal se parece a un animal al acecho de su presa.

Canetti ha descrito, en Masa y poder, las fases por las que atraviesa el proceso de “toda conquista animal”15: el acechar, el agarrar y el incorporar o ingerir. De este proceso, la mayor parte ocurre en secreto. “Toda criatura en acecho desaparece, se emboza en el secreto como en otra piel”16. Durante la ingestión, no es el animal atacante el que desaparece, sino la presa, que va perdiéndose dentro de sus oscuras entrañas. Sólo el momento del agarrar es público: “como un relámpago”17, entre dos sombras.

Traigo a cuento este proceso, porque, en palabras de Canetti, “es esclarecedor acerca del carácter del poder en general”18; y, en particular, creo, acerca del otro proceso que nos ocupa.

Es cierto que el tribunal se parece a un animal en acecho. Pero ocurre que este depredador, de dimensiones monstruosas, ya ha cogido a su víctima. K. ha sido detenido; y, hemos visto, como uno de los aspectos inquietantes del acto, es su creciente publicidad. Es significativo notar, que esta publicidad, no se apaga al final del primer episodio. Todo lo contrario. En cada encuentro, K. sentirá el temblor de quien es reconocido, antes de presentarse, como el acusado. Su nombre, su cuerpo, se le hará cada vez más pesado. Es como si la detención, se actualizara una y otra vez, en la siniestra onda expansiva de su publicidad. No puede haber contraste más violento, entre el “secreto” del proceso y su carácter público.

K. no puede eludir esta publicidad. Tendría que apartarse de su propio cuerpo. Porque la víctima no sólo ha sido agarrada: desde el primer momento, ha empezado también a ser incorporada y absorbida por el tribunal. Desde la escena del desayuno, alimento todavía exterior, pero destinado al acusado, el tribunal ha ido privándolo, secretamente, de su vitalidad, fuerza de voluntad, rapidez, e incluso, de su masa corporal. En este caso, el preso no desaparece tan rápido como la presa. Su desaparición es lenta, pero sin pausa. Puede demorar una vida entera, como le ocurre al campesino de la parábola, o tan solo un año. En cualquier caso, se trata de lo mismo: un proceso de empequeñecimiento.

La ingestión del detenido, en las entrañas del poder, va dejando heridas en su cuerpo. En este sentido, el tribunal se parece, también, a la máquina de En la colonia penitenciaria; y es que su animalidad no es puramente salvaje. Es un depredador cosificado, bárbaro, diría Schiller, mezcla de lo animado con lo inanimado. Así aparece en los verdugos, quienes, toman y arrastran a K., como dos autómatas, formando “una unidad casi como solo se puede formar con algo inanimado” (658).

De las heridas que exterioriza el cuerpo, hay una que tiene, entre los acusados, aires de superstición. En palabras de Block, muchos creen que “por el rostro del acusado, especialmente por el dibujo de sus labios” (612), sería posible adivinar el desenlace del proceso. Al principio, K. creyó que se lo confundía con un juez, pues, uno de los acusados, se había perturbado demasiado ante su pregunta: “¿Qué espera?” (520); “Estoy esperando” (Ibid.), logró balbucir, después de un largo silencio, y sin poder continuar la frase. Y no es que K., le hubiese parecido un juez. Estaba, según Block, bajo el influjo de la superstición: “había creído ver… en sus labios el signo de su propia condena” (612).

Parece que, en El proceso, las fases de la conquista animal, se dan en forma simultánea. Como no se trata simplemente de fuerza, sino de poder, el tribunal, una vez que ha atrapado al acusado, lo “suelta” y comienza a “jugar” con él. Este sería el juego del poder, de acuerdo al ejemplo que ofrece Canetti19: el gato que suelta al ratón, le concede espacio y esperanza, pero sin dejar de vigilarlo; y lo que es peor aún, sin perder nunca su interés por destruirlo. Así, “tan pronto como el tribunal ha dado prueba de su existencia, humilla por sus evasivas; se envuelve en un secreto que ningún esfuerzo logra desentrañar”20. Es como si, después de dar el salto público del agarrar, el tribunal retornara a la fase secreta del acecho, pero sólo para actualizar también, desde esta distancia, la fase de la deglución.

¿Qué queda, al final? Un perro indefenso, o una criatura diminuta, como un insecto. “Pensó en las moscas cuyas patitas se desgarran cuando se esfuerzan por escapar del papel engomado” (658). Algo parecido a excrementos, de los que el animal más fuerte, “se libera… en secreto”21. En “una pequeña cantera”, por ejemplo, “abandonada y desierta” (660), emplazada en las afueras de la ciudad.

El proceso es la historia de un sobrecogido. “El ‘sobrecogido’ está agarrado por una mano gigantesca, aprisionado en ella, sin poder hacer nada para defenderse de ella, cuyas intenciones no puede conocer”22. El tribunal custodia su secreto, embozado en un sistema de “secretos”. Su secreto es el abismo, la infinita distancia que lo separa de la Ley, y “la sed más feroz, / el hambre más feroz23: el inextinguible “resplandor” del deseo de matar, “la forma más baja de supervivencia”24.


1 Este ensayo fue leído, en noviembre de 2006, en el Seminario “Figuras del poder: indagaciones estéticas sobre poder y representación”, Seminario Central de Investigación sobre Teoría del Arte, organizado por el Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
2 Profesor de Teoría del Arte y de Poética del Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
3 Un sueño, en Relatos completos, Ed. Losada, Madrid, 2004, p. 234.
4 Todas las citas de El proceso, están tomadas del volumen I de las Obras completas de Kafka, edición en cuatro tomos de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, dirigida por Jordi Llovet; Barcelona, 1999. La traducción de la novela es de Miguel Sáenz. A diferencia de las otras citas, se indicará, entre paréntesis, sólo el número de la página.
5 Un sueño, Ed. cit., p. 237.
6 Ibid.
7 Adorno, Theodor, Apuntes sobre Kafka, en Prismas, Ed. Ariel, Barcelona, p. 264.
8 Citado por Calasso, Roberto, en K., Ed. Anagrama, Barcelona, 2005, p. 221.
9 Op. cit., p. 249.
10 Op. cit., p. 240.
11 Benjamin, Walter: “Construyendo la muralla china”, en Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Ed. Taurus, Madrid, 1980, p. 215.
12 Canetti, Elías: El otro proceso de Kafka, Muchnik Editores, Barcelona, 1976, p. 140.
13 Reflexiones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y el verdadero camino, Ed. Alianza, Madrid, 1999, n° 47.
14 “Sobre la cuestión del poder: Heidegger, Kafka”, en De lenguaje, historia y poder. Nueve ensayos sobre filosofía contemporánea, Colección Teoría, Departamento de Teoría de las Artes, Facultad de Artes, Universidad de Chile, Santiago, 1999, p. 147.
15 Masa y poder, Muchnik Editores, Barcelona, 1981, p. 206.
16 Ibid., p. 286.
17 Ibid.
18 Ibid., p. 206.
19 Cfr. Masa y poder, ed. cit., p. 277.
20 Canetti, Elías: El otro proceso de Kafka, ed. cit., p. 143.
21 Canetti, Elías, Masa y poder, ed. cit., p. 206.
22 Ibid., p. 202.
23 Celan, Paul, “Ocaso de las palabras”, en De umbral en umbral, Ed. Hiperión, Madrid, 1994, p. 73.
24 Canetti, Elías, Masa y poder, ed. cit., p. 223.

Revista Observaciones Filosóficas - Nº 6 / 2008


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