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Revista Observaciones Filosóficas


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Antropología Filosófica | Filosofía Contemporánea | Lógica y Filosofía de la Ciencia | Estética y Teoría del Arte
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art of articleart of article'El origen del drama barroco alemán' de Walter Benjamin; Consideraciones epistemo-críticas

Dra. ©  Micaela Cuesta - Universidad de Buenos Aires
Resumen
El origen del drama barroco alemán (1925) es la tesis que Walter Benjamin presentó para su habilitación como docente (Habilitationsschrift), pero que, no redundando en un cargo fue, sin más, rechazada. La presente obra suele ser caracterizada como un estudio correspondiente al campo de la teoría del arte o la crítica estética. Sin embargo, consideramos que leída a la luz de su “Introducción. Algunas cuestiones preliminares de crítica del conocimiento” lo que allí encuentra lugar es portador de un exceso: epistemológico, político, histórico. Hacia estos buscaremos dirigir nuestros interrogantes con el objeto de reflexionar en torno a la verdad como problema.

Palabras claves
Conocimiento, verdad, idea, constelación, alegoría, redención.


Abstract
Origin of the German Tragic Drama (1925) is Walter Benjamin’s Habilitationsschrift but that, not redounding to a post, was, ado, rejected. The present work is in the habit of being characterized as a study corresponding to the field of the theory of the art or the aesthetic critique. Nevertheless, we consider that read in the light of his "Introduction. Epistemo-Critical Prologue" what there finds place is a carrier of an excess: epistemological, political, historical. To these we will seek to direct our questions in order to think around the truth as problem.


Keywords
Knowledge, truth, idea, constellation, allegory, redemption


Consideraciones preliminares

Quisiera iniciar este artículo con una cita de Benjamin que ilustra el espíritu y el destino de la presente obra. Dice así:

“Una hermosa criatura duerme tras el seto de espinas de las páginas que van a continuación. / Que ningún príncipe afortunado se le acerque revestido de la cegadora armadura de la ciencia. Pues ella morderá al dar el beso de compromiso / Para despertarla, el autor se ha reservado más bien el papel del cocinero mayor. Ya hace mucho tiempo que se espera el bofetón estridente que ha de resonar a través de los corredores de la ciencia / Entonces se despertará también esta pobre verdad que se ha pinchado con la anacrónica rueca cuando, desobedeciendo, se proponía tejerse una toga de profesor en el cuarto de los trastos” (Benjamin, 1990: 234).

Como la cita preanuncia es a la ciencia a la que estará destinada esta introducción crítica. En rigor, a su teoría del conocimiento, a sus supuestos metodológicos y epistemológicos. Pero no es tanto una crítica cuya pretensión sea sustituir el canónico método de las ciencias por otro más “ajustado”, antes bien, el objetivo es interrogar por sus límites, buscando problematizar el modo en que en ellas es concebido algo así como la “verdad”. El uso de las comillas es necesario para marcar una diferencia entre esta concepción positivista -de la verdad- de la ciencia y otra, distinta, que no lo sea. Con ello lo que se pretende no es destruir toda idea posible de verdad, por el contrario, el motivo es dotarla de una nueva significación, disputarle al positivismo, por decirlo de algún modo, su sentido.

Los desarrollos que en esta “Introducción” tienen lugar son el resultado de la crítica producida sobre aquellas concepciones que entienden al método como la explicitación de un camino o bien como un procedimiento garantista dirigido a la obtención de conocimientos. Camino dictado, a su vez, por la intención -palabra que es necesario retener en virtud de la importancia que adquirirá en los planteos sucesivos- propiamente didáctica de establecer preceptos útiles al servicio de la posesión de los objetos supuestos del saber.

Estas nociones -camino, intención, posesión- vinculadas al método en las ciencias, son tributarias -señala Benjamin- de la operación more geométrico que ha impregnado el estilo de la filosofía y las ciencias particulares.

Estos signos distintivos del modo en que arribamos al conocimiento han de ser entendidos en el marco de un conjunto de suposiciones mas profundas que condicionan el modo prescripto de acceso a la realidad. Aludimos con ello a las nociones de conocimiento y verdad que se recortan en el texto benjaminiano y subyacen a las distintas modalidades teórico-epistemológicas sobre las cuales Benjamin intentará dar cuenta en este sinuoso texto. Sobre el modo estatuido de entender la “verdad” (el conocimiento) en las ciencias, Benjamin producirá su crítica y adelantará ciertos criterios que le sirven para orientar su propia práctica.

Antes de avanzar sobre estas diferenciaciones, consideramos necesario realizar una notación. La tesis acerca de la diferencia entre conocimiento y verdad se encuentra ya planteada -afirma Benjamin- en la doctrina platónica de las ideas. La referencia específica la sitúa el autor en El Banquete. En relación a ello, nuestra propuesta, lejos de ser pretender inventariar los puntos disonantes entre uno y otro texto, se dirigirá hacia aquellos elementos inmanentes al texto benjaminiano considerados pertinentes a la hora de esbozar su crítica y planteo epistemológico.

Sobre conocimiento y verdad

A fin de interrogar esta no coincidencia entre conocimiento y verdad, proponemos, a riesgo de ser esquemáticos, situar las diferencias entre ambos términos, a partir de la distinción analítica de dos puntos polémicos: el primero referido al objeto, y el segundo a la forma, es decir, al modo en que procede el conocimiento, por un lado y la verdad, por otro. Ambas cuestiones nos conducirán, a su vez, al problema específico del “método”.

En primer lugar, entonces, en lo que atañe al objeto, la diferencia cualitativa entre conocimiento y verdad radica -según Benjamin- en el estatuto de la(s) idea(s). Habría que detenerse aquí en una observación preliminar de fundamental importancia. Permanecer en el término objeto reviste cierta complejidad, pues se ha producido históricamente al objeto -desde el punto de vista de la ciencia- como aquello a ser poseído por el conocimiento. El objeto se presenta así como aquello que siendo exterior al sujeto cognoscente ha de ser aferrado por él a través del concepto. En otras palabras, se ha tornado homologable a objeto y “cosa” y, a ésta última se la ha vuelto susceptible de ser poseída. Ya sea en su versión idealista, esto es, en la que afirma que los objetos son producidos por nuestro entendimiento (por el sujeto) y en la misma medida conocidos por nosotros (pensamos en el famoso «giro copernicano» de Kant); ya sea, en la versión empirista que considera que en lo dado -en el dato puro de la empiria- está contenido ya su concepto; en ambos casos -decíamos- el modo en que se accede a la “verdad” se presenta como igualmente aproblemático y unilateral. Pues, o bien, la “verdad” queda del lado del sujeto, o bien ella se encuentra ya en el objeto y sólo debemos recogerla “fielmente” en su núcleo. La ilusión de aprehender mediante el concepto la totalidad del fenómeno permanece intacta.

Las operaciones que el conocimiento lleva a cabo a través del concepto en su afán de subsunsión pueden caracterizarse, esquemáticamente, del siguiente modo: subordinación de lo particular a lo general; abstracción de las propiedades comunes de los distintos elementos del fenómeno; eliminación o mutilación de lo singular y único, entre otras. A través de estas operaciones, los conceptos, en tanto mediadores, producen sus objetos de conocimiento. Ponen o proyectan en él las categorías del entendimiento. La unidad del fenómeno es, entonces, desde esta perspectiva, el resultado de la capacidad sintetizadora del concepto.

La verdad, contrariamente, por cuanto tiene por “objeto” a la idea no se resuelve en una proyección, como así tampoco admite ser poseída. Las ideas existen -dice Benjamin- ellas son, en cierto modo, originales y originarias. Ambas propiedades nos habilitan a pensarlas como entidades no producidas, es decir, no derivadas de una proyección y mucho menos de un proceder intencionado e ininterrumpido. Su unidad, distinta a la otorgada por la síntesis llevada a cabo por el concepto, es en la verdad esencial. ¿Qué significa que la unidad sea en la idea esencial? En principio, que la idea no es el producto de la concurrencia feliz entre categorías del entendimiento y sensibilidad. Tampoco ella es resultado de la reducción de lo apariencial, de lo fenoménico, a un concepto que retendría en su cerrazón la esencia de lo que ella es. No siendo luego producto de la capacidad sintetizadora de la razón, ni tampoco aprehensible en su totalidad en el regazo del concepto, la idea -sugiere Benjamin- se automanifiesta. Tomando a préstamo las palabras de Lacan, podríamos remitirla a la siguiente frase: “Yo, la verdad, hablo…”1. Si Freud dejaba en su gabinete de analista a la verdad hablar bajo el nombre del inconsciente, lo propio deberíamos hacer siguiendo a Benjamin, esto es, atender el reclamo de la verdad, dejarnos incomodar e interrumpir por su manifestación, no buscando alisar ni reducir sus asperezas2.

En segundo lugar, en lo que concierne a la ley de su forma, el conocimiento, definido como haber y por tanto como cosa que se posee, ha renunciado -asegura Benjamin- a la exposición de la verdad. Esta última -la verdad- no puede ser entendida como el punto de llegada de un proceso engendrado en la conciencia, ella, por el contrario -como señalábamos hace unos instantes- se manifiesta. Escapa a toda interrogación para ofrecerse a la contemplación y no ya a la operación del método cuyo fiel es el concepto. En el conocimiento, el objeto es “casi” engendrado en la conciencia, por lo tanto, se correlaciona interiormente con ella, se termina postulando su identificación plena. Otra cosa sucede en la verdad, en ella “la unidad es una determinación absolutamente libre de mediaciones y directa. En cuanto que directa, es peculiar de esta determinación el no prestarse a ser interrogada” (Benjamin, 1990: 12). En este sentido es que Benjamin afirma que la verdad se encuentra fuera del alcance de toda pregunta. No siendo una respuesta a una pregunta, la verdad habla, se manifiesta.

La filosofía que de este modo entienda a la verdad -ahora sin comillas- ha de oír el ritmo de su forma, obedecer a los movimientos que le dicte el modo adecuado de exponerla. En otra época -asevera Benjamin- este proceder recibió el nombre de tratado. Una de sus características es la alusión a elementos teológicos, sin los cuales, la verdad no sería posible, al menos, si le otorgamos a ella una dimensión trascendental. Otro de sus rasgos distintivos es el rodeo, es decir, la suspensión del curso ininterrumpido de la intención. A este respecto dice el autor del Trauerspiel: “Tenaz comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa a la cosa misma. Este incesante tomar aliento constituye el más auténtico modo de existencia de la contemplación” (Benjamin, 1990: 10). En su inacabable volver sobre las cosas, en su incansable detenerse para retomarlas con mayor fuerza, se comunican o entrelazan el tratado -una de las formas de la exposición- y la contemplación de la verdad.

Benjamin propone una segunda analogía para aproximarnos al tratado y también a la contemplación: el mosaico. Tanto uno como otro, está compuesto por fragmentos aislados y heterogéneos entre sí, mas la distancia que separa su contigüidad lejos de disolver el sentido, lo resalta con mayor y potente fuerza. Las tres figuras, aluden a lo trascendental, ya sea de una imagen sagrada, ya sea, en rigor, de la verdad.

La relación, por un lado, entre la labor microscópica del detalle y, por otro, la dimensión del todo así conformado, dan testimonio de cómo el contenido de verdad sólo permite ser aprehendido en la retención de aquellas nimiedades aparentemente opuestas, heterogéneas, presentes en determinada facticidad.

Continuando con otro paralelismo, el autor de El Origen del drama barroco, afirma que el filósofo se sitúa en la bisagra entre el investigador y el artista, encontrándose al mismo tiempo por encima de ambos. Y ello en la medida en que su tarea consiste en realizar una descripción del mundo de las ideas de modo tal que, el mundo empírico se adentre en él y se disuelva en su interior. Comparte, pues, con el investigador su interés e inclinación por la extinción de la mera empiria, en tanto tiene en común con el artista el cuidado y la preocupación por el modo de la exposición.

El ser de la verdad -no intencionado, que se manifiesta o irrumpe, distinto por tanto del conocimiento- pertenece al orden de las ideas. Ahora bien, ¿en qué consiste este mundo de las ideas?

El mundo de las ideas, exposición y salvación

La conciencia de la no identidad de exposición y cosa impone a la exposición un esfuerzo ilimitado” Theodor Adorno (Adorno, 1998: 251)

La verdad así mentada, no es bajo ningún punto, la misma que impera en la lógica de los sistemas filosóficos. No sólo porque en éstos últimos la verdad que se pretende al final del recorrido está siempre ya supuesta en el punto de partida (e sistema la anticipa), sino también, porque allí la única vinculación posible con la noción de verdad, se identifica con el recurso a un proceso deductivo carente de lagunas. El impulso de estos sistemas está signado por una compulsión enciclopedista, que se cree susceptible de agotar sus propias exigencias de exhaustividad. Sin embargo, quienes llevan adelante estas convicciones proceden ante la incoherencia metodológica entre las distintas disciplinas, como si se tratara de un mero error accidental.

Al fundar la validez del sistema en la consecución y acumulación de una verdad tenida por unitaria y sin fisuras, olvidan que su validación está sujeta -sostiene Benjamin- a la constitución del mundo de las ideas. No es intentando ocultar las lagunas, o huecos del pensamiento como ha de construirse la validez de una “verdad”, por el contrario, tanto la estructuración de los sistemas, cuanto la significación de las denominaciones de las disciplinas, no adquieren valor por sí mismas sino sólo “como monumentos de una estructura discontinua del mundo de las ideas” (Benjamin, 1990: 15). Pensar es, para Benjamin, pensar siendo intervenido y pensar intermitencias. En este sentido, es preciso señalar que los fenómenos no ingresan al mundo de las ideas in toto, como si ostentasen una entidad plena, integrable en su redondeada completitud. A fin de participar en la idea, los fenómenos han de dividirse, de disolver su aparente unidad, para poder conformar una genuina unidad, es decir, una verdad configurada por y en la idea.

En esta labor, los conceptos asumen un nuevo y muy distinto rol. No son ya operadores de la mutilación de lo que en el fenómeno existe de singular y único, sino rescatadores de aquellos elementos que siendo objeto de una amenaza que liquide su valor semántico, pueden ser integrados y salvados en la idea3. Esta función de salvataje se complementa con otra tarea, de igual o mayor envergadura, nos referimos a la exposición de las ideas. “Pues las ideas no se manifiestas en sí mismas, sino sólo y exclusivamente a través de una ordenación, en el concepto, de elementos pertenecientes al orden de las cosas” (Benjamin, 1990: 16). De lo que se trata es de órdenes discontinuos y heterogéneos, en otras palabras, el concepto que revive en la configuración de la idea no agota la complejidad de la realidad que se busca conceptuar. No existe, de este modo, una identidad entre pensamiento y cosa, entre concepto y ser. La relación entre realidad y concepto, en todo caso, es una relación de alusión, que remitiendo a un contenido verdadero, procura, al mismo tiempo, mantener las tensiones, iluminar los huecos o blancos del pensamiento sin sucumbir a la tentación de ocultarlos o suturarlos.

La idea como constelación

Método de este trabajo: montaje literario. Yo no tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No voy a hurtar nada valioso ni me apropiaré de formulaciones ingeniosas. Pero los andrajos, los desechos: ésos no los voy a inventariar, sino hacerles justicia del único modo posible: usándolos”. Walter Benjamin (Benjamin, Convulto N: 125).

El énfasis puesto en esta “Introducción. Algunas cuestiones preliminares de la crítica al conocimiento” recae en la importancia de entender a la idea como configuración. El objetivo cifrado en la constelación, metáfora de la configuración, es afirmar que las ideas no son las leyes, ni los conceptos de las cosas, antes bien “en cuanto tal, la idea pertenece a una esfera radicalmente heterogénea a lo por ella aprehendido” (Benjamin, 1990: 16).

Las ideas no contienen, por lo tanto, a los fenómenos, sólo los dota de un orden. La idea constituye -dice el autor- la interpretación objetiva de aquellos elementos de los fenómenos que la configuran. El acceso a ellos se da a través de su representación, que no es reflejo, sino, en última instancia, refracción, pues lo que la idea representa es -repitámoslo- algo “heterogénea a lo por ella aprehendido”. La idea, al no contener en su interior a los fenómenos, al ser diferente a ellos, discontinua en relación a ellos, no puede ser erigida como criterio de los mismos, a la manera de un género que alberga en sí distintas especies.

Es en ésta dirección hacia donde apunta la argumentación de Benjamín cuando afirma: “Las ideas son a las cosas, lo que las constelaciones son a las estrellas. Esto quiere decir, antes que nada, que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de las cosas” (Benjamin, 1990:16). A la inversa, tampoco pueden los fenómenos erigirse en criterios que determinen la idea.

El significado de los fenómenos no siendo luego proporcionado por la idea, se ofrece en sus propios elementos conceptuales, son ellos quienes determinan a partir de sus relaciones recíprocas, sus afinidades y diferencias, el alcance de los conceptos que los constituyen.

Lo que la idea determina -en tanto interpretación objetiva- es la mutua dependencia de los fenómenos, su ordenación. Y los elementos de los fenómenos que el concepto tiene como tarea redimir se manifiestan con mayor claridad -afirma Benjamin- en los extremos. En sus propias palabras: “La idea puede ser descripta como la configuración de la correlación de lo extremo y único con su semejante” (Benjamin, 1990: 17).

De este modo, las ideas -y no los conceptos- son las referencias más generales del lenguaje y, a su vez, lo general en cuanto idea, no es un promedio, ni mucho menos la eliminación de lo único y singular en detrimento de lo común y general. El dirigir la mirada hacia los extremos, el poner el oído en aquello que de irrepetible, extremo o exagerado tiene una forma artística, es una de las vías para salvar lo que la gran crítica deja en el olvido por juzgarlo fallido e inconcluso. Esta actitud de alerta se refuerza con la aseveración que reza que aquellas expresiones artísticas defectuosas y truncas, revelan, al mismo tiempo o precisamente en virtud de su trunquedad, una irrefrenable «voluntad de arte». Voluntad que deja al descubierto aquel ideal que no se pudo consumar. En sus excesos o en sus faltas algo queda en evidencia: un índice de lo no realizado, una indicación de la voluntad o del “ideal” irrealizado.

La entidad lingüística de la idea

Para todo aquello que va más allá del mundo de los sentidos, no podemos acudir al lenguaje más que en forma puramente alusiva”. Franz Kafka (Kafka, 1983: 1478).

Adelantamos recién la tesis de la idea entendida como configuración, nos queda ahora reflexionar acerca del modo en que ella se manifiesta. En este sentido, si la idea no nos es dada inmediatamente en el fenómeno, si tampoco puede ser reducida a una intuición intelectual y mucho menos ser el resultado de una deducción lógica ¿bajo que aspecto ella nos es ofrecida? o ¿cuál es, en otros términos, su medium?

Lo contenido en la interrogación prefigura una posible respuesta. Benjamin pareciera reinterpretar la idea bajo la modalidad del nombre, lo que reenvía a su vez a la concepción benjaminiana del lenguaje4.

Parafraseando al filósofo alemán, la verdad no es una intención sino la fuerza que plasma la esencia de la realidad empírica5. Y el único ser que se sustrae a toda fenomenalidad, y donde reside esta fuerza es el ser del nombre, que determina a su vez, el modo en que las ideas son dadas.

En este punto, hemos de tener presente que las ideas sólo se nos brindan en aquella percepción primordial donde la palabra es aún nominativa y no ya meramente cognoscitiva6. “La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la esencia de la palabra en que ésta es símbolo” (Benjamin, 1990: 19).

Las palabras, desintegradas en la percepción empírica, poseen dos dimensiones: una simbólica (más o menos oculta); y “un significado abiertamente profano”. En relación a esto último, en el capítulo titulado Alegoría y Trauerspiel Benjamin afirma que el Romanticismo desarrolló la noción que estableciera el Clasicismo sobre el «símbolo». Su uso da cuenta -a ojos del autor- de la impotencia crítica filosófica del Romanticismo, incapaz de hacerle justicia tanto a la forma como al contenido estético en virtud del carácter adialéctico de su perspectiva. Esto sucede cuando la «manifestación» de una «idea» es definida como «símbolo» -tal como hicieron el Clasicismo y el Romanticismo- eliminando con ello la unidad entre objeto sensible y suprasensible propio del símbolo teológico y reduciéndolo a una mera cuestión de relación entre lo que se manifiesta y la esencia. Paralelamente a este concepto profano de «símbolo» del clasicismo se construye su respuesta especulativa, esto es, el concepto de lo alegórico. Pero lo alegórico concebido como el telón de fondo, oscuro, sobre el cual destaca el mundo del símbolo. De este modo, símbolo y alegoría constituían para el período dos formas de expresión en disputa, en donde la segunda -la alegoría- era negativamente valorada o llanamente desestimada. Pues, por un lado, se asociaba la «idea» al «símbolo», y por otro, al «concepto» con la «alegoría». Y, en la medida en que el arte -se aducía- no trata de conceptos, la alegoría, luego, habría de permanecer extraña a su campo. Erigiéndose en contra de estas interpretaciones, Benjamin produce su crítica mediante el extrañamiento de los polos mineralizados idea-símbolo, concepto-alegoría y la puesta en suspenso de la evidencia respecto de su mutua remisión.

Benjamin afirma el carácter expresivo de la alegoría. Ella es expresión -afirma- “de igual manera que lo es el lenguaje y hasta la escritura” (Benjamin, 1990: 155). En este marco, la alegoría es pensada en términos de “historia primordial del significar”, cuyo impulso se encuentra -tal como lo demostrara Giehlow- en el esfuerzo humanista por descifrar jeroglíficos.

En la alegoría -sostiene Benjamin- la naturaleza se ofrece como “paisaje primordial petrificado” y es esta misma percepción primordial la que el filósofo ha de intentar salvar en la configuración de la idea7.

La contemplación es el lugar donde “la idea se libera en cuanto palabra que reclama de nuevo su derecho a nombrar” (Benjamin, 1990: 19). Y esta actitud no es propia de Platón sino de Adán -padre de los hombres y de la filosofía.

El estado adánico, paradisíaco, es el estado en donde prevalece el carácter nominativo y no meramente comunicativo del lenguaje. Es el lugar en el que la palabra es médium y no ya, vacuo medio instrumental puesto al servicio de la comunicación exterior de conciencias plenas.

En este sentido, la contemplación filosófica ha de ser capaz, por un lado, de reconocer que las ideas tal como se daban inintencionalmente en la nominación adánica no nos son accesibles ya en nuestra condición de seres caídos; por otro lado, intentar a sabiendas de que va a fracasa restaurar aquella percepción primordial de la palabra.

Palabras que son, a su vez, finitas “(…) por eso la filosofía a lo largo de la historia (…) ha venido a ser con razón una lucha por la exposición de unas pocas palabras, siempre las mismas: las ideas” (Benjamin, 1990: 19). De allí lo problemático que resulta en filosofía la constante introducción de neologismos8. Pues: “Tales terminologías [neologismos] carecen de la objetividad que la historia ha conferido a las principales expresiones de la contemplación histórica” (Benjamin, 1990: 19).

Estas expresiones -ideas- son inaccesibles a las meras palabras, se hallan en un completo aislamiento respecto a ellas, su ley es la que prescribe la autonomía e intangibilidad de las esencias, tanto en relación a los fenómenos, como -y principalmente- en su relación recíproca. La existencia y armonía del mundo inteligible “depende de la distancia insalvable que separa a las esencias puras” (Benjamin, 1990: 19). Esto es, depende de su discontinuidad.

Las esencias son discontinuas, su vida es distinta a la de los objetos y sus propiedades, su multiplicidad concreta es finita, pues su número es limitado. Los primeros románticos ignoraron esta discontinua finitud, en ellos la verdad asumió el carácter de una conciencia reflexiva y no el suyo propio, es decir, su genuino carácter lingüístico.

La marca de discontinuidad que porta la idea nos conduce a otro punto neurálgico del desarrollo benjaminiano: su concepción del origen. Establece Benjamin una primera distinción entre génesis y origen, dos categorías íntimamente vinculadas a la Historia. El acento recae sobre la imposibilidad de asistir al origen. No existe en Benjamin nada aproximado a una identidad plena del origen consigo mismo. Subtiende a esta no contemporaneidad del origen consigo mismo, la afirmación de la inexistencia de una posible coincidencia, identidad o plenitud de un fenómeno o un ser consigo mismo.

Recurriendo a las propias palabras de Benjamin, leemos:

El origen aún siendo una categoría plenamente histórica no tiene nada que ver con la génesis. Por «origen» no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y del pasar (…). Su ritmo [el de lo originario] se revela solamente a un enfoque doble que lo reconoce como restauración, como rehabilitación, por un lado y justamente debido a ello, como algo imperfecto y sin terminar, por otro” (Benjamin, 1990: 28-29).

El origen se localiza así en el flujo del devenir como aquello que fagocita el material de su génesis. Él consiste siempre en su prehistoria y posthistoria, más nunca se muestra en su evidencia fáctica, en su presencia pura y plena.

Esta discontinuidad, esta intermitencia ofrecida por las imágenes benjamininanas, nos habla -siguiendo a Sazbón- de las condiciones de recuperación del significado: “el hecho de que todo acceso a una verdad esencial debe atender a ‘lo que emerge del llegar a ser y de la desaparición’, de la ‘discontinuidad’ propia de las esencias, del ‘ritmo irregular’ y el ‘perpetuo recomienzo’ de la tensión del conocer. Sólo mediante accesos intermitentes lo valioso -perdido, olvidado o reprimido- se manifiesta como poder de iluminación y permite llegar a su verdad” (Sazbón, 2002: 185).

Si no hay plenitud, si está vedada para nosotros -los caídos, los mortales- toda posibilidad de perfección, ¿en qué consistiría la tarea de salvación de aquellos elementos que componen los fenómenos y que reclaman ser integrados en la idea? Intentaremos dar respuesta a éste interrogante, realizando un sintético recorrido sobre los modos insuficientes -a criterio de Benjamín- a partir de los cuales la filosofía del arte interpretó sus objetos.

Crítica al método de la filosofía del arte

Pero la filosofía no es un léxico, no le interesan las «significaciones de las palabras», no busca un sustituto verbal del mundo que vemos, no se transforma en cosa dicha, (…). Lo que quiere es que se expresen las cosas mismas desde el fondo de su silencio”. Maurice Merleau-Ponty (Merleau-Ponty, 1970: 20).

La filosofía del arte sucumbió a la tentación de transformar las palabras en conceptos específicos. De este modo, agrupó bajo la noción aristotélica de tragedia -dice Benjamin- obras que van de la antigüedad hasta la modernidad, sin preguntarse siquiera por el condicionamiento histórico de sus realizaciones, haciendo de una posible tensión entre elementos heterogéneos una mera y vacua incongruencia. Su operación consistía en reducir aquellos elementos inconmensurables a una uniformidad establecida por un dato psicológico o una reacción subjetiva.

Los estudios que proceden inductivamente, tampoco pudieron escapan al reduccionismo. La proliferación de etiquetas cuya pretensión era la de dominar la multiplicidad y variedad de expresiones artísticas, sólo consiguió crear unidades supuestamente esenciales y reales, pero, fatalmente ilusorias. Tanto las tipologías como las periodizaciones históricas son incapaces de sujetar conceptualmente al objeto de estudio del que se trate. Aseverar que en estos períodos está contenida la época histórica con todas sus polémicas, supone desconocer el origen de las fuentes, es decir, su ser producto de determinaciones, de intereses actuales y no de ideas propiamente historiográficas.

No es lo semejante subsumido en el concepto lo que llega a constituir la síntesis de un movimiento, sino que es la idea mediante lo extremo lo que alcanza aquella síntesis. La esencia del campo artístico -asevera Benjamin- sólo se puede conseguir mediante un análisis concienzudo de la forma y de su contenido metafísico.

El campo del pensamiento filosófico se despliega así mediante la descripción del mundo de las ideas. Estas constituyen una multiplicidad irreductible pero finita. Las ideas -insistimos- no son agregados de reglas, ni acopios de ejemplos, sino entidades inconmensurables con cualquier forma. Su pretensión, por lo tanto, no es la de subsunción, no necesitan ejemplos puros que justifiquen su nombre, ellas sobreviven a esta ausencia. Las palabras de Benjamin son esclarecedores a este respecto:

Ni la crítica, ni los criterios determinantes de una terminología (…) pueden constituirse mediante la aplicación del criterio externo de la comparación, sino de un modo inmanente, gracias al despliegue del lenguaje formal de la obra en la que se exterioriza su contenido en detrimento de su efecto. Además precisamente las obras significativas se encuentran fuera de los límites del género en la medida en que el género se manifiesta en ellas, no como algo absolutamente nuevo sino como ideal por alcanzar. Una obra importante, o funda el género o lo supera; y, cuando es perfecta, consigue las dos cosas al mismo tiempo” (Benjamín, 1990: 27).

Contemplación y redención

Los astros nacen, brillan, se extinguen, y al sobrevivir quizás miles de siglos con su esplendor desvanecido, no dejan libradas a las leyes de la gravitación más que tumbas flotantes. ¡Cuántos miles de millones de estos cadáveres helados reptan así en la noche del espacio, esperando la hora de la destrucción, que será, al mismo tiempo, la de la resurrección. Porque los difuntos de la materia regresan a la vida, cualquiera sea su condición”.Auguste Blanqui (Blanqui, 2002: 56).

Sólo la contemplación se detiene y pone en juego lo que las obras de artes tienen de más minúsculo y nimio. Ella se sumerge en lo mas profundo de los fenómenos, pero no para reducirlos a objetos sino para que puedan ser salvados a través de la manifestación de la idea.

En esta tarea el valor de la autenticidad -marca del origen de los fenómenos- se constituye simultáneamente como descubrimiento y reconocimiento. Ambos pueden tener lugar en aquello que los fenómenos poseen de más singular y excéntrico, sea en las investigaciones mas torpes y precarias como en las manifestaciones de un período de decadencia. Aquí, la idea acoge la serie de manifestaciones históricas pero no para extraer de ellas lo que tienen de común o general. La relación de lo singular con la idea promueve la salvación de lo que no era, es decir, lo restituye a una totalidad –mas no a una cualquiera. Otra distinta es la relación entre lo singular y el concepto, no hay aquí posibilidad de salvación alguna, pues lo singular permanece siendo lo que era, es decir, pura singularidad.

Benjamin declara: “La historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, es la forma que, a partir de la separación de los extremos y de los aparentes excesos de la evolución, hace surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la posibilidad de la coexistencia de tales opuestos” (Benjamin, 1990: 30). La restitución de una singularidad en una totalidad no significa su disolución. Tampoco presupone a esta totalidad como una plenitud de sentido o coherencia. Por el contrario, la totalidad así concebida está tensionada, es portadora de múltiples excesos, es una totalidad no clausurada ni muchos menos armónica.

Por su parte, esta “historia filosófica como ciencia del origen” no es pura, sino natural -adelanta el autor- en señal de su salvación. La vida de las obras y formas no teñida por la vida humana es una vida natural. “Una vez que éste ser redimido se determina en la idea, la presencia de la pre y pos historia impropiamente dicha (…) se convierte en virtual. Ya no es pragmáticamente real, sino que, en tanto que historia natural, hay que leerla en su estado de perfección y reposo que es el de la esencia” (Benjamín, 1990: 30).

Con historia natural alude Benjamin a las manifestaciones del espíritu objetivo, es decir, a los elementos de la cultura que avejentados y fosilizados, son testigos del retiro, en ellos, de la vida. Según Theodor Adorno, lo que atrae a Benjamín “(…) no es sólo contemplar vida fosilizada -y despertarla como en la alegoría- sino también considerar cosa viva haciéndola presentarse como pasada, «prehistórica», para que entregue prontamente su significación” (Adorno, 1962: 249).

Entrega que se despliega no ya en la vida sino en la sobrevida, sea como prehistoria o como posthistoria. No otra cosa nos sugiere el filósofo alemán en “La tarea del traductor” cuando explicita que la traducción nada agrega a la vida de la obra, sino que se desarrolla en su posvida, en su sobrervivencia9. Así como la comunicabilidad pertenece al ser (ser es ser llamado en su concepción del lenguaje), del mismo modo, la traducción pertenece al original, su traducibilidad es la necesidad del original de exteriorizar su significación en cuanto vida o su vida en cuanto significación.

La posvida que nada significa para la vida del original es, sin embargo, el espacio en el que únicamente puede desenvolverse su significación y ello en virtud de su precariedad: “Así como las manifestaciones de la vida están íntimamente relacionadas con todo ser vivo, aunque no representen nada para éste, también la traducción brota del original, pero no tanto de su vida como de su «supervivencia»” (Benjamín, 2001: 78).

Debemos entender esta ley de traducibilidad en términos de ley de significación, de auxilio para su despliegue. Para que esta ley de significación y auxilio advenga es preciso suponer previamente la muerte.

Este paso queda establecido -como bien señala Pablo Oyarzún- en un pasaje del libro que estamos analizando. Reproducimos aquí los extractos más elocuentes: “Todo lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasma en un rostro; o, mejor dicho: en una calavera (…). A mayor significación, mayor sujeción a la muerte, pues es la muerte la que excava mas profundamente la abrupta línea de demarcación entre la physis y la significación” (Benjamín, 1990: 159).

Bajo este primado la significación debe pensarse como, en primer lugar, rescate del ser que se quiebra, y en segundo lugar, como la aceptación de su propia fragilidad.

La muerte constituye la condición de posibilidad de la significación, condición que está a su vez temporizada en sí misma: “en la sazón de la muerte surge asimismo la significación. Esta sazón, ese tiempo, es la instauración de la historia como despliegue -(...)- de la significación en el seno del devenir natural, signado por su destino cadente”(Oyarzún, 2001: 185).

Debe restablecerse el devenir de los fenómenos en su ser. Pues el ser no se satisface en el fenómeno si no absorbe también toda su historia. Esta profundización histórica no conoce límites por principio -afirma Benjamin- procurando la totalidad de la idea. Pero la estructura de la idea, no es la de una redondeada cerrazón que todo lo abarca, ella, antes bien, “plasmada por el contraste de su inalienable aislamiento con la totalidad, es monadológica (…). La idea es una mónada” (Benjamín, 1990: 31). ¿Qué se quiere decir cuando se afirma que la idea es una mónada? En principio que “cada idea contiene la imagen del mundo. Y su exposición impone como tarea nada menos que dibujar esta imagen abreviada del mundo” (Benjamin, 1990: 31). Significa detenerse en aquellos fenómenos que se presentan como cerrados, lisos, armoniosos, en suma, no contradictorios, y hacerlos estallar. Desatar las contradicciones y tensiones que en él anidan, hacerlos hablar. Habría que penetrar tan a fondo el universo de lo real de modo que se revelase esta “interpretación objetiva” del mundo.

Reflexiones finales

Otro modo de la crítica, otra forma de la verdad es posible. Y a la luz de este texto la manera alegórica de interpretar se presenta como una de sus figuras privilegiadas. Pero, para aproximarnos al sentido que en este complejo texto tiene la alegoría es preciso marcar una diferencia más respecto del «símbolo». Benjamin sugiere que “La relación entre el símbolo y la alegoría se puede definir y formular persuasivamente a la luz de la decisiva categoría del tiempo” (Benjamin, 1990: 159).

Encontramos algunos elementos para reflexionar en torno a esta diferencia en un ensayo del autor titulado “Drama (Trauerspiel) y Tragedia”. Allí Benjamin insiste en que el contraste entre ambas manifestaciones estéticas estriba en su “diferente posición ante la noción de tiempo: histórico” (Benjamin, 2002: 136). La tragedia se caracteriza por la concepción de un tiempo pleno -dice Benjamin; y si en ella el héroe muere, pues a nadie se le permite vivir en un tiempo tal, la muerte, sin embargo, es el ingreso en la inmortalidad, de ahí su ironía. Por el contrario, al drama (Trauerspiel) lo rige una ley que se limita -afirma Benjamin- a la existencia terrenal. En él la muerte no está como en la tragedia sobredeterminada, tampoco representa el acceso a la inmortalidad, la muerte en el drama (Trauerspiel) “sin la certeza de una vida más alta y sin ironía constituye la transformación de la vida εις ἂλλο γένος”10 (Benjamin, 2002: 137). El hecho de la muerte cobra, de este modo, otro sentido, ella temporiza la vida, en cierta forma le es inmanente, no dotando a la vida de un sentido retrospectivo, inscribe en lo que es su fragilidad y caducidad.

Así, “El tiempo dramático es un tiempo no colmado y sin embargo finito, tiempo no individual pero carente a la vez de universalidad histórica (…) La universalidad de su tiempo no es mítica, sino espectral” (Benjamin, 2002: 137). Lo profano, lo espectral, lo caduco impregnan todos los recorridos de El origen del drama barroco.

Recordemos que en la muerte, historia natural e historia humana se interceptan, y que, en el estudio sobre el Trauerspiel, la alegoría es la forma que expresa este encuentro irresuelto e irresoluble. Pablo Oyarzún remite a una cita de Eric Santner para dar cuenta de esta tensión: “la historia natural nace de las posibilidades duales de que la vida pueda persistir más allá de la muerte de las formas simbólicas que les dieron significado y de que las formas simbólicas puedan persistir más allá de la muerte de la forma de vida que les dio vitalidad humana”11 .

Como afirmábamos unas páginas más arriba, en la alegoría la naturaleza se ofrece como “paisaje primordial petrificado”, la historia se inscribe en términos de naturaleza caduca, de ahí la ruina como figura suya. La ruina es la fisonomía alegórica que cristaliza la relación entre naturaleza e historia. La esencia de la ruina se aproxima a la definición de Santner que nos proporcionaba Oyarzún, pues en su inexpresividad y resistencia radical a toda simbolización, no obstante, la reclama. Así como la ruina, la calavera -también inexpresiva e inorgánica- “la más sujeta a la naturaleza” -dice Benjamin- señala plenamente como enigma tanto la condición de la vida humana como la historicidad biográfica individual. La calavera es la retirada de la vida y en su condición de naturaleza muerta, caída, se erige en objeto de alegoresis.

En ello consiste el núcleo de la visión alegórica y en ello reside también la exposición barroca y secular de la historia, en tanto historia del sufrimiento del mundo. Sufrimiento que deviene significativo tan solo en la etapa de su decadencia. En este sentido es que debemos interpretar lo que afirma Benjamin cuando escribe: “la alegorización de la physis no puede llevarse a cabo con la suficiente energía más que gracias al cadáver. Y los personajes del Trauerspiel mueren porque sólo así, en cuanto cadáveres, pueden ser admitidos en la patria alegórica. Perecen no para acceder a la inmortalidad, sino para acceder a la condición de cadáveres” (Benjamin, 1990: 214). Pero, la caducidad no aparece tanto representada alegóricamente, cuanto “significando ella misma, ofrecida en cuanto alegoría: en cuanto la alegoría de la resurrección” (Benjamin, 1990: 230).

Para concluir, en el reconocimiento de la discontinuidad, de la distancia e inconmensurabilidad que separa al lenguaje divino del profano, a la inmanencia de la trascendencia, a la idea del fenómeno, al conocimiento de la verdad, entre otros, puede leerse el principio crítico de no identidad entre realidad y concepto como un cuestionamiento a las pretensiones de una ratio autónoma (idealista) que en su enseñorarse del dominio del concepto sobre lo real, no advierte que este dominio -como luego explicitará Adorno- cabalga, ni más ni menos, que sobre la violencia y dominio efectivo en la (extensa) realidad. En este marco, lo que un pensamiento crítico reclama no es “un desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia” a la frágil y cadente singularidad (Benjamin, 1990: 13).


Micaela Cuesta

Licenciada en sociología con sede de trabajo en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (http://www.iealc.fsoc.uba.ar). Es becaria doctoral de CONICET. Actualmente está finalizando su tesis de maestría en “Comunicación y Cultura” (F.Soc, UBA) y cursando sus estudios de doctorando en la Facultad de Ciencias Sociales, UBA.


Referencias bibliográficas



Fecha de recepción: 22 de marzo de 2009


Fecha de aceptación: 1 de junio de 2009



 Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Argentina.
1 Lacan, J., “La ciencia y la verdad” en Escritos 2. Siglo XXI, México, 1984. P. 845.
2 Retomaremos en las páginas que siguen esta cuestión.
3 A este respecto Habermas afirma que la crítica del arte en Benajamin se relaciona con sus objetos de forma conservadora, pues: “su objetivo es ciertamente la «mortificación de las obras» (…), pero la crítica ejerce en la obra de arte una mortificación tan sólo para trasladar del medio de lo bello al medio de lo verdadero lo digno de ser sabido –y de esta forma ponerlo a salvoC.f., Habermas, J., “Walter Benjamin” en Perfiles filosófico-políticos. Turus, España, 2000. P. 305.
4 Benjamin, confirma esta sospecha en una de sus correspondencias, donde se lee que el “Prefacio” que estamos analizando es: “una especie de segundo refrito (…) del antiguo trabajo sobre el lenguaje… disfrazado como doctrina de las ideas”. C.f., Bernd, W., Walter Benjamin. Una biografía. Trad. Aberto L. Bixio. Gedisa, Barcelona, 1990. P. 85.
5 En el texto de Adorno El ensayo como forma (1954-8) aparece al lado de la noción de constelación la de campo de fuerzas. Tanto la idea de constelación como la de campo de fuerzas, son dos metáforas utilizadas por Adorno para significar, en un caso, un conjunto de elementos cambiantes que se resisten a ser reducidos a un común denominador, núcleo central u origen generador; la segunda, remite a la interrelación entre las atracciones y repulsiones que tienen lugar en las estructuras dinámicas de fenómenos complejos. Allí podemos leer: “En el ensayo se reúnen en un todo legible elementos discretos, separados y contrapuestos; no es el ensayo andamiaje ni construcción. Pero, como configuraciones, los elementos cristalizan por su movimiento. La configuración es un campo de fuerzas, como, en general, bajo la mirada del ensayo toda formación espiritual tiene que convertirse en un campo de fuerzas”. C.f., Adorno, T. W., “El ensayo como forma” en Revista Pensamiento de los confines, número 1, segundo semestre de 1998. Universidad de Buenos Aires, Diótima, Buenos Aires, 1998. Pp. 247-259.
6 En su artículo sobre “El lenguaje…” leemos: “El nombre no sólo es la proclamación última, es además la llamada propia del lenguaje. Es así, que en el nombre aparece la ley del ser del lenguaje, según la cual resulta igual hablarse a sí mismo como dirigirse con el habla a todo lo demás. El lenguaje, y en él una entidad espiritual, sólo se expresa puramente cuando habla en el nombre, es decir, en el nombramiento universal”. Recordemos que la operación de Benjamin es doble, por un lado, se esfuerza en mostrar que tanto la concepción mística como la burguesa comparten el mismo presupuesto de identidad y unilateralidad, en segundo lugar establece la diferencia radical y discontinuidad entre lenguaje divino y lenguaje “profano” humano. C.f., Benjamin, W., “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Trad. Roberto Blatt. Taurus, España, 1991. P. 63. Las cursivas son nuestras.
7 Volveremos en los siguientes apartados sobre este punto.
8 Adorno, problematiza también este punto. Se resiste a las definiciones cerradas o definitivas que reifican o anquilosan los objetos, pero también se resiste a la producción constante de neologismos, pues la lógica que subyace es la misma: la desestimación de la realidad histórica. Habría que comprender a las palabras, en este marco de la relación entre el concepto y el objeto como cicatrices históricas. Teniendo también en cuenta que los conceptos nunca podrán abrazar la significación de sus objetos aunque no puedan más que intentarlo. Aguilera, A. en su “Introducción: Lógica de la descomposición”, se refiere a ello en ocasión de explicitar el principio de no identidad lógica que subyace a la posición adorniana (no hay concepto sin objeto, pero el objeto es siempre más que su concepto) dice: “Se trata de reavivar la vida coagulada en las palabras, no de inventar neologismos, se trata de comprenderlas como cicatrices históricas”. Aguilera, A.: “Introducción: Lógica de la descomposición” en Adorno, T. W.: Actualidad de la filosofía. Paidos, Barcelona, 1991. Pp. 49-50.

9 Ver: Benjamin, W., “La tarea del traductor” en Ensayos escogidos. Trad. Héctor Murena, Editorial Coyoacán, México, 2001.
10 La traducción del griego es “al otro género”. Una frase del estudio sobre el Trauerspiel puede echar luz al respecto. Dice: “Contemplado desde el lado de la muerte, la vida consiste en la producción de cadáveres”. La muerte no es la que da sentido, retrospectivamente, a la vida, aquella que “justifica” su existir y devenir a la manera de Hegel. Desde el punto de vista de la muerte, la vida sólo consiste en la producción de muerte -dice Benjamin- de cadáveres a la espera no de un sentido para ingresar en la inmortalidad, sino de su significación relacionada ahora con la eternidad. C.f., Benjamin, W., Op. Cit. p. 214. Inmortalidad y eternidad no significan lo mismo. Su diferencia está sugerida en el “Fragmento teológio-político”. En él se oponen dos nociones referidas a la muerte: una corresponde a la “resitutio in integrum religioso-espiritual” bajo el concepto de inmortalidad; la otra alude a la mundanidad que bajo el concepto de eternidad remite a la caducidad: “y el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca, caduca en su totalidad, en su totalidad espacial, pero caduca también en su totalidad temporal, el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Pues mesiánica es la naturaleza en virtud de su eterna y total caducidad”. Ver: Benjamin, W., “Fragmento teológico-político” en La dialéctica en suspenso, Traducción, introducción y notas Pablo Oyarzún Robles, Santiago de Chile, ARCIS/LOM, s/f. P. 182.
11 Oyarzún R., P., “Introducción” en Benjamin, W., El Narrador. Introducción, traducción, índice y notas de Pablo Oyarzún R., Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008. P. 37.
Revista Observaciones Filosóficas - Nº 8 / 2009


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