Observaciones Filosóficas - El pastor del ser, el último hombre y la condena; Encuentros y desencuentros entre Nietzsche, Heidegger, y Kafka
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art of articleart of articleEl pastor del ser, el último hombre y la condena; Encuentros y desencuentros entre Nietzsche, Heidegger, y Kafka

Dr. Sergio Espinosa Proa - Universidad Autónoma de Zacatecas
Resumen
¿Quién manda? ¿Destino o azar? ¿Por qué el ser, y no, mejor, la Nada? Pregunta trucada por cuanto sólo podría ser respondida por (un) Dios. Que haya ser y no (mejor) nada significa que un pensamiento calculante ha juzgado y decidido y por ende ha hecho su (mejor) elección. ¿Cómo, desde dónde pensar el nihilismo? ¿No se presenta esta exigencia como el último "para qué"? Para Kafka, escribir es retornar no a la naturaleza pre-humana, sino a la humanidad "en estado naciente". Para Nietzsche, ser verdaderamente humanos es querer ser lo otro de lo humano. Para Heidegger, lo humano es el poema: el desengaño de la promesa implícita del mundo, a saber, que nada, en su interior y en su exterior, dejará finalmente de tener sentido.

Abstract
Who rules? ¿Fate, or chance? Why the Being, and not, rather, the Nothing? Fake question, just answered by God. Calculus thinking. How is possible think the nihilismus? Is this the last what for? For Kafka, writing is get back not to prehuman nature, but to mankind in statu nascendi. For Nietzsche, be a human being is want to be the dark side of human. For Heidegger, the human is the poem, the fall of the promise that rules the world: everything will be meaningful.

Palabras clave
Kafka, Nietzsche, Heidegger, nihilismo, escritura, hombre

Keywords
Kafka, Nietzsche, Heidegger, nihilism, writing, man
    I.
Primero eran los hegelianos, ahora son los nihilistas.
Veremos cómo haréis para existir en el vacío,
en el espacio sin aire…

Iván Turgueniev, Padres e hijos

Hará unos veinte años, durante una discusión pública entre acalorada y académica, un filósofo de raigambre vagamente jesuítica increpaba a otro filósofo de borrosa ascendencia sartreana que discurría acerca de la condición de orfandad y naufragio del hombre contemporáneo. "¡Siempre necesitaremos algo de lo cual agarrarnos!", profería el primero. No recuerdo con precisión la respuesta del sartreano, que con cierta seguridad fue un poco majadera, pero sí conservo en la memoria mi (tímida) réplica: "¡A menos que se aprenda a nadar!". Mi opinión era —y sigue siendo— que la filosofía consiste básicamente en ese aprendizaje, y que ese "algo a lo cual aferrarse" es sin vuelta de hoja el principal, el invencible obstáculo para lograrlo.

Aprender a nadar está muy bien, pero no garantiza nada; uno puede terminar ahogado o cuando menos hipotérmico, destino que la "tablita de salvación" tampoco podría evitar —y a las pruebas habríamos de remitirnos.

Ahora bien, que no haya nada a lo cual encomendarse me parece una excelente determinación o imagen de ese "huésped inquietante" que Nietzsche denominaba nihilismo. ¿Qué es eso, acaso una "ideología", un movimiento literario o cultural, una "moda", un paradigma científico? ¿Un concepto filosófico, o un cartucho de dinamita?

En el nihilismo sabemos que no sabemos dónde estamos parados y tampoco sabemos cuánto podamos durar parados; todo se mueve y está como en proceso de licuefacción, como deshelándose, derritiéndose, sublimándose, progresando, extendiéndose en todas las direcciones. Nada queda a salvo de este cáncer. No hay nada firme o seguro, nada en lo cual confiar, nada con qué contar. Todo lo sólido se nihiliza en el aire, diríamos parafraseando al señor Marshall Berman. ¿Nihilismo es lo mismo que aniquilación, es decir: muerte? ¿Tan grave es la enfermedad que hemos contraído? ¿Y no tiene cura?

Nietzsche identificó y describió el mal, pero no quedó claro si algún día encontraría remedio. El mal es efecto de una suerte de evaporación: cuando todo ha llegado a ser intercambiable, tasado por un equivalente universal, pierde de golpe —o paulatinamente, pero sin tregua— su valor. Si todo es valor, ya nada es valor. Si todo es comprable y vendible, todo da igual, todo se aplana. Las cosas se hunden por detrás del signo que las pone a circular. Desaparece entonces el para qué. No hay dirección, no hay norte: la aguja de las brújulas gira enloquecida, como si estuviésemos acampando en los polos magnéticos de la Tierra.

Es un "huésped siniestro", una atmósfera, una condición. Es como el smog. O como las campañas políticas. Y es contradictorio, pues nihil (nada) parece con el tiempo haber llegado a ser realmente algo. La nada tiene su historia, no ha habido época en la que un pensador se haya privado de decir o predicar algo —algo "positivo", algo "productivo"— de ella. De hecho, no hay pensamiento si éste simplemente opta por darle la espalda a la nada. ¡La nada nadea! ¡La nada nadifica! ¡Es un black hole! ¡Poderoso caballero es Don Nada-de-nada! Gente sin nada en la cabeza —salvo el signo de pesos— puede llegar incluso a ser el candidato presidencial de grandes (aunque artificiales) multitudes.

¿Es el nihilismo una especie de necrosis? ¿Una infección? ¿Es un accidente, o responde al funcionamiento "normal" de las sociedades modernas? ¿Es aquello que puede destruir al mundo, o, por el contrario, da nombre a su modo esencial de operación y supervivencia? La pregunta no es entonces si vivimos en la época del nihilismo consumado, sino si pudo haber sucedido de otra manera. La pregunta es si la historia de la civilización obedece a una lógica que la lógica no termina de descifrar o si las cosas ocurren según una impredecible e inverosímil concatenación de hechos fortuitos.

La pregunta es, pues, la siguiente: ¿Quién manda? ¿Tyché o Ananké, Fortuna o Némesis? ¿Destino o azar? ¿Qué significa verdaderamente la frase: Alea est jacta? La reflexión que aquí ofrezco no abriga la más mínima pretensión de zanjar el dilema, en primer lugar porque es desproporcionado a mis fuerzas y en segundo porque seguramente es —como casi todas— una pregunta trucada. ¿Trucada como la primera pregunta, que pasa también por ser la última? A saber: ¿Por qué el ser, y no, mejor, la Nada? "Mejor", explica Leibniz, porque la nada es más "simple" que el ser, y, en consecuencia, más "fácil". Pregunta trucada por cuanto sólo podría ser respondida —y, en verdad, comprendida— por (un) Dios. Que haya ser y no (mejor) nada significa que un pensamiento calculante ha juzgado y decidido y por ende ha hecho su (mejor) elección.

¿Pensamiento calculante? Heidegger objetaría: o bien es pensamiento, o bien es cálculo. Pero no nos adelantemos. La cuestión, aquí, está clara: ¿cómo, desde dónde pensar el nihilismo? ¿No se presenta esta exigencia como el último "para qué"?

    II.

¿Dónde está el rayo que os lama con su lengua?
¿Dónde la demencia que habría que inocularos?

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra. Prólogo


Considero que la teología es una antropología disimulada, y la antropología, una poética con miedo a confesarse en cuanto tal. En otras palabras: hay una teología y una antropología de la experiencia poética, pero no aún una poética de los saberes constituidos y sancionados por la cultura de turno. Para aclarar o al menos comenzar a raspar esta relación escasamente reversible he (des)compuesto las siguientes líneas.

No sé bien cómo ni por dónde empezar, así que recurriré —no sin espíritu provocador— a un documento excepcional: los "aforismos" de Franz Kafka, escritos entre 1917 y 1918 en la aldea de Zürau, durante una excepcionalmente dichosa convalecencia.

Lo propio —o lo más evidente— de estos aforismos es, como anota Roberto Calasso, su intensidad y su carácter profundamente enigmático1. Son aforismos "teológicos" que poseen el aire de un ultimátum. Pero, ¿en verdad hablan de dioses? Sólo de modo tangencial, como huyendo del tema. El poeta exhibe una extraña religiosidad. Quizá habría decir que Kafka profesa la religión de la extrañeza. Extraño, para empezar, que Kafka, escritor, no haya caído, observa Bataille, en la trampa del escritor2. ¿Qué trampa? Un hombre que no cede a la seducción de serlo constituye un caso anómalo, atípico, arrítmico. En absoluto nos la estamos viendo con "tesis" o proposiciones filosóficas, sino con fogonazos, esquirlas, en ciertos casos, cenizas todavía humeantes.

El último de los 109 aforismos reza así:

No es necesario que salgas de la casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, sólo espera. Ni siquiera esperes, quédate en absoluto silencio y soledad3.

Enseguida diré cómo lo completa. Baste decir que se distinguirá aquí toda una teología y toda una antropología, que, ya lo dijimos y ya lo veremos, son casi lo mismo. Kafka pone en la mesa —también lo hará en el fragmento sobre el deseo de ser piel roja— una filosofía específica, la filosofía del ni siquiera. Podría continuarse indefinidamente con este razonamiento: ni siquiera es necesario quedarse solo y en silencio. Se detendría en este punto: ni siquiera es necesario que algo sea necesario.

El aforismo se cierra con esta frase:

El mundo se te ofrecerá para que lo desenmascares, no puede evitarlo; arrobado, se retorcerá ante ti.

¿De dónde procede esta voz? ¿De un amigo, de un extraño, de Dios? ¿Es un buen consejo, una mera constatación, un imperativo categórico? Solamente hay tres figuras: alguien que habla (o escribe), un supuesto lector o auditor —y el "Mundo". No es uno quien depende del mundo, sino el mundo quien —no puede evitarlo— depende de uno. Y depende de uno porque su deseo es ser desenmascarado. El mundo está en oferta, es la oferta. No tengo que ir a él, él vendrá a retorcerse ante mí. Bien, pero entonces, ¿qué es el mundo, para Kafka?

El mundo es la seducción del mundo. Es, al igual que para Hermann Hesse, ése a quien sólo se puede leer en la adolescencia, el "juego de los abalorios". Pero es, por encima o por debajo de todo, la mirada de una mujer, que —lo afirma en el aforismo 105— sólo desea atraernos a su lecho. El mundo es, en su cambio, en su "al día", en su ausencia de fijeza, casi enteramente combustible. ¿Hay algo que no lo sea? El mundo se consume; es el mundo como consumo. ¿Resta en él, o en su margen, algo inconsumible, indestructible? ¿Existe algo por detrás del mundo?

Sí. El detrás del mundo es, para Kafka, la escritura. La piensa, sin remedio, a la judía: la escritura es la —inalcanzable, siempre diferida— tierra prometida. Ello explica por qué "no es necesario" salir de casa, mover un dedo. No porque todo sea fútil, sino porque todo el tiempo se consume en un instante: la eternidad muere en cada uno de ellos. Esto, al menos, es lo que comprende un ser mortal.

Ante un ser mortal, que se sabe, se quiere y se asume mortal, y mortal sin paliativos ni subterfugios, el mundo consiste en el deseo de no ser nunca el mismo. Siempre vendrá a nuestra soledad, retorciéndose de angustia, esperando ser desenmascarado, cambiado: redimido. No es uno, es el mundo el que pide redención. ¡Transfórmame! ¡Revolucióname! ¡No me dejes desaparecer! ¡No pierdas tu interés en mí! ¡Sorpréndeme! ¡Ámame!

El mundo no se sostiene un instante a sí mismo sin llamar nuestra atención, sin solicitar nuestro amor.

Pero a esa insistencia, a esa proteica fuerza de seducción (que es en realidad signo de su debilidad), Kafka opone una sonrisa menos demoníaca que inocente. El escritor, observa otra vez Bataille, se dota a sí mismo de una puerilidad perfecta. Escribir es retornar no a la naturaleza pre-humana, sino a la humanidad "en estado naciente". No retrotrae a un mundo desprovisto de significado, sino al punto o la grieta a partir de la cual las cosas comienzan a desaparecer en sus símbolos. No volver a un estado anterior a la castración, sino demorarse instantes sin tiempo en su magia.

Naturalmente, "Dios" es el Padre, pero el Padre tiene Su Divino Rostro volcado hacia el Mundo. Es su Garante, su Fiador. El Mundo es el movimiento del Super Yo, su ademán autoritario aun si benévolo dirigiéndose al Ello —y condenándolo. No es éste (necesariamente) un psicoanálisis barato. Escribir (y, por lo mismo, leer) es la transgresión por excelencia. La escritura es la infancia de la humanidad, es decir, el límite detrás del cual no hay humanidad porque no hay aún símbolos que reconocer y descifrar. La escritura —y la infancia— nos ponen frente a la materialidad del código. El signo antes de circular como signo es el huevo que encierra un "ni siquiera" que vendrá a ser la seña de identidad de lo que podremos desde entonces llamar "obra de arte".

Por la escritura, por el sueño, por la inacción, por la irresponsabilidad, el niño —confiado a la violencia del Ello— resiste (intermitentemente, improvisadamente) la violencia del Padre, que es una violencia culpable, es decir: justificada (o justificable) y sensata. Sólo la violencia del Padre (de Dios) tiene sentido y se apoya en él. Violencia social, violencia política. ¡Lo cual es completamente intolerable! ¿De qué otro modo guarecerse de la seducción del mundo? ¿De qué otro modo —leit motiv de "La condena"— evitar convertirse en Padre?

    III.

Si uno pudiera ser un piel roja, siempre alerta,
y sobre un caballo que cabalgara veloz, a través del viento,
constantemente estremecido sobre la tierra temblorosa,
hasta quedar sin espuelas, porque no hacen falta espuelas,
hasta perder las riendas, porque no hacen falta riendas,
y que en cuanto viera ante sí el campo como una pradera rasa,
hubieran desaparecido las crines y la cabeza del caballo”.

Franz Kafka, Deseo de ser piel roja

La sensatez, la responsabilidad, la acción, inclusive la búsqueda de la justicia, son, para Kafka, las prendas del Padre. Sólo que, a fin de permanecerles fieles, se precisa de una infinita mala fe. El adulto debe olvidar la fantasía y la obstinación del niño que de todas maneras parece seguir siendo —o hacer caso omiso de ellas. Ha de relegar a lo inconsciente todo lo que no es posible simbolizar, ni transmitir, ni establecer, ni asegurar. ¿Podrá negarse que cada adulto es un castrati? Lo cual es la mar de paradójico, porque los castrati —en el sentido literal— lo han sido a fin de prolongar (para explotar) su propia infancia…

Diré ahora, cambiando de tercio, que el problema con Nietzsche es que no ha dejado prácticamente nada sin pensar. Obliga, así, a desleerlo más que a sólo leerlo. ¿Qué puede significar, por ejemplo, la "imagen" de lo sobrehumano como "un puente y un ocaso"? ¿Ha leído Kafka a Nietzsche? De haberlo hecho, quizá se habría sublevado contra el "sobre" para internarse con resolución en el "extra" o el "infra"; más probablemente, en el "ad". En cualquier caso, se trata de olvidar con minucia fortuita el deber ser de estos mamíferos peinados que antes y después de todo somos.

Que yo sepa, Nietzsche sólo habla del "último hombre" en el Prólogo, en De las tablas viejas y nuevas, en El grito de socorro y en El jubilado, secciones todas de Así habló Zaratustra. Habla, para decirlo sin rodeos, del nosotros. Nosotros: los modernos, los actuales, los presentes, los dotados del poder de existir ahora. ¿Es a nosotros a quienes habla, o de quienes habla? Ambas cosas. Entre nosotros —los últimos hombres— habita el superhombre; no lo sabemos, no sabríamos distinguirlo. El prólogo contiene prácticamente todos los temas que atacará a lo largo del libro. El primer parágrafo enuncia el por qué de la palabra de Zaratustra: por sobrecarga de lucidez. Primero ha debido retirarse: huir del mundo, hundirse en el silencio, bañarse, atacarse de soledades. Es la fuente de toda sabiduría: hacer callar al mundo, olvidarse de las patrias, dejar de ser un hombre común (es decir: comunitario).

Primer requisito para pensar: extinguir la necesidad de pensar.

Segundo requisito: renunciar al poder de pensar, es decir, al poder de transformar el mundo. Zaratustra no es un iluminado del transmundo, no ha hecho pie en otro mundo (mejor, ideal) para cuestionar y liberar el (miserable, horrible) mundo real: "Me gustaría regalar y repartir", le dice al sol, sí, al sol, ese astro desprovisto de envidia, esa fuente de generosidad pura, "hasta que los sabios entre los hombres hayan vuelto a regocijarse con su locura, y los pobres, con su riqueza". He aquí un botón de la "gran política". No anular la locura (de los sabios) ni erradicar la pobreza, que es en realidad una riqueza, sino devolver a los hombres el goce que ambas, inocentemente, suministran. Zaratustra quiere "volver a hacerse hombre", lo cual significa —entre otras cosas— que ha vuelto a experimentar la exigencia de comunicar.

Tercer requisito para pensar: saber que el deseo de pensar es efecto de un exceso, nunca de una falta.

Zaratustra es el exacto reverso de Cristo, su "negativo". No es su "anti", sino su "otro". Lo es porque desea descender a lo humano menos por amor que por no saber qué hacer con el exceso de vida. ¡No es por compasión a los hombres que Zaratustra vuelve al mundo! ¡Jamás abrigaría la intención de "salvarlos"! ¿Qué "mensaje" podría llevarles, si su Dios es un Dios que no habla, que no espera, que no guarda, que no lleva la cuenta, que no pide nada para sí? Es el mismo Dios del ermitaño, del sabio que se retira del mundo, asqueado de los hombres; sólo que Zaratustra conserva una pizca de simpatía por ellos.

Simpatía fundada en una certeza que el ermitaño ignora: a saber, que Dios ha muerto. Esta inquietante sentencia (de muerte) posee en Nietzsche una fuerza y una densidad que no podrá debilitarse o aligerarse o trivializarse jamás. La muerte de Dios es la posibilidad misma del superhombre, la "buena nueva" que este singular profeta decide anunciar. El superhombre no es el hombre superior, sino el resultado de dejar atrás al hombre. Y dejarlo atrás no en nombre de un ser superior, de un Dios-Hombre, sino como un ajuste de la voluntad con el "sentido de la tierra". Este "ajuste", esta "sintonía", esta "sincronía" permite dejar atrás al hombre, observarlo a la distancia como una forma malograda de ser humanos, o, mejor, como una forma cobarde de ser.

Fidelidad al sentido de la tierra. ¿Qué se quiere decir con esto? ¿Cuál podría ser el "sentido" de la tierra si no el sentido —la percepción sensible— mediante el cual el hombre mantiene un nexo indestructible con su propia mortalidad? ¿No es la muerte de Dios la muerte de Aquél que pasa por ser el asesino de la muerte? Ser fieles al sentido de la tierra es permanecer fieles no al sentido del mundo ni a la seducción del otro mundo, sino a todo aquello que de siempre ha dejado al mundo detrás de sí. La tierra puede acoger el cadáver infinito del dios muerto, del mismo modo en que el mar puede purificar los pecados del hombre, y en particular ese pecado original, esa mancha nauseabunda consistente en haber despreciado al cuerpo por el solo hecho de ser mortal.

El sentido de la tierra nada sabe de felicidad pura, nada sabe de razón pura, nada sabe de virtud pura, nada sabe de justicia pura, nada sabe de compasión pura. La tierra es lo que es y tal como es; y si algo no puede ser o hacer es someterse al imperio de los ideales abstractos.

Cuarto requisito para pensar: no hacer de la tierra un cielo, sino adivinar que ha habido, hay y siempre habrá un cielo en la tierra.

    IV.

El pino parece escuchar, el abeto esperar;
y ambos sin impaciencia:
no piensan en el hombrecillo a sus pies,
devorado por su impaciencia y su curiosidad.

Fr. Nietzsche, Humano, demasiado humano

El hombre, ¿tiene alguna esencia? ¿Lo definen sus "facultades", sus poderes, sus fuerzas, sus capacidades, sus potencias? "El hombre", declara Zaratustra, "es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre —una cuerda sobre un abismo". ¿Podría retornar al estado animal, al estado de naturaleza? Podría, quizás, pero ese no es el sentido de la tierra. Es que el sentido es un paso, no una sustancia, y ni siquiera una meta. Paso "peligroso", advierte el filósofo. ¿De dónde hacia dónde?

Del desprecio a la alegría: es preciso aprender a decaer, es decir, a amar nuestro ser mortales. Es aprender a seguir viviendo —y a dejar de seguir viviendo. Es el secreto de la prodigalidad, de la generosidad, de la magnanimidad —incluso (o más que nunca) en medio de la pobreza. Es despreciar la "buena suerte", cumplir más de lo prometido, despreciar el poder del presente para dar lugar a quienes han muerto y a quienes aún no han nacido.

El hombre es la lluvia que precede al relámpago. Ni más, ni menos.

¿Quién es pues "el último hombre"? El animal conformado. Él no desea ya nada por encima de sí, es el animal que todo lo empequeñece, el que quiere lo mismo que todos los demás, el hombre de la inteligencia y la sensatez, el hombre-masa: el hombre totalizado. ¿Es posible salir de allí? Seguramente; el problema es que ya nadie desea salir de allí. El hombre totalizado ha devenido habitante de una colmena o de un termitero; mas lo decisivo es despojarse de la ilusión de que alguien o algo vendrá a salvarlo. Ser verdaderamente humanos es querer ser lo otro de lo humano. Dejar atrás a lo humano no es "superarlo", no es atreverse a dar un salto hacia adelante —desde la muerte de Dios no hay manera de saber dónde habría un delante y un detrás— sino hacia afuera de lo humano —a ese afuera interior que abre la sensibilidad y que guarda el pensamiento.

El último hombre ya ni siquiera se queja. Lo han hecho todos, a excepción del primero. Y a partir de esa queja han edificado su religión.

Aquella noción del pensamiento como guarda es, creo, la principal membrana de contacto entre Nietzsche y Heidegger. Pensar no es entender, pues la inteligencia se contenta y conforma pronto con las cosas que comprende; basta con que obedezcan y sean predecibles. Pensar no se confunde con la sensación, pero no le pierde el paso. Pensar tampoco es razonar, pues la razón siempre persigue sus propias metas. Pensar es guardarse de entenderlo todo, de razonarlo todo; pensar es no pensarlo todo, estar prevenido para el cierre del todo, confiar en los dientes que faltan en la cremallera de nuestro uniforme antropo-lógico.

El superhombre, volvemos a lo mismo, no es el hombre (o la raza) superior, no es la bestia rubia de la imbecilidad de la propaganda nazi, sino el no-hombre, o el casi-no-nada-más-hombre. ¿El ciberántropo de Edgar Morin o de Peter Sloterdijk? Escasamente. ¿El alter ego del Dr. Jekyll, el Hulk del Dr. Banner? Tampoco. Si en alguien hace pensar, es en el Minotauro de la mitología griega.

Aunque en cierto Minotauro. En su breve relato "La casa de Asterión" —que es en realidad un monólogo del monstruo—, Jorge Luis Borges, en un lenguaje sobrio y concentrado, adornado con un epígrafe erudito y una dedicatoria final, sugiere que el Minotauro no espera liberación alguna, pues su deseo es habitar el laberinto y nunca escapar de él. "Que entre el que quiera", proclama el hombre-toro, entre indiferente y soberbio4. El Minotauro no es un prisionero en espera de salvación. Menos aún una víctima. Hay un toque profundamente aristocrático en su presencia: "Por lo demás", nos informa, "algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta". Asterión es modesto, pero no puede confundirse con el vulgo.

Es palmario que Borges se atiene desde el inicio al formato trágico. En sus salidas vespertinas, el Minotauro es "reconocido" provocando llantos infantiles y "toscas plegarias de la grey". El monólogo del cuasihumano no tiene nada que ver con una metáfora de la justicia o de la libertad, nada que ver con lo "ético" o lo "político" (tal como lo entiende, por ejemplo Julio Cortázar en su drama Los reyes). ¿Qué ocurre entonces con lo poético?

"El hecho es que soy único". Terrible, insoportable, insoluble revelación. ¿Qué puede ofrecer la democracia a seres que no tienen nada en común con nada, que, definitivamente, no tienen "semejantes"? Lo trágico consiste, precisamente, en que las cosas son como son y no tienen remedio a nuestro alcance5. El carácter abismático de la experiencia trágica es puesto en juego de muchas formas. "No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres", confiesa Asterión; "como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura". No nos dice a qué "filósofo" se refiera, aunque es evidente que tiene a los antiguos sofistas en mente. A Gorgias, que decía que no existía nada, que si existía no podríamos saberlo, y que si lo supiéramos no sabríamos comunicarlo. Pero lo decisivo, lo pregnante, está justamente en esa frase: la escritura no comunica nada.

La escritura —la poesía— es "soberana", como diría Georges Bataille, pero el Minotauro de Borges —en quien prevalece de modo paradójico lo animal, lo no parlante, la renuncia a la escritura— sólo tiene para ella palabras de desprecio: "jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra". Asterión es, por así decirlo, impermeable a la simbolización. No es pretexto ni parábola ni metáfora de nada: es "Único". ¿En qué sentido? En que es un hombre-animal, una criatura que ha establecido de forma única e irremediable una cierta conexión y desconexión entre lo animal y lo humano. Es un ser intensamente lúdico, esencialmente libre: "Pero de tantos juegos", anuncia con cierto alborozo, "el que prefiero es el de otro Asterión". El otro de sí mismo es una ficción, un compañero imaginario. Alguien con quien jugar, con quien bromear, con quien equivocarse, con quien reír.

El Minotauro de algunos escritores liberales y progresistas, como el de Cortázar, es una víctima sedienta de salvación y venganza; el Asterión de Borges, como el übermensch de Nietzsche, es un niño feliz en su laberinto. ¿Conservadurismo? Escasamente: Asterión es único; es por ello mismo ajeno a la política, a la ética, a la moral. Pero es único a semejanza del sol, es decir, de un astro que tampoco está ahí como un "personaje", como una metáfora o como un elemento decorativo del escenario. Asterión y el sol serían, dicho rigurosamente, insimbolizables. Así el superhombre.

Y sería a partir de su nexo secreto, de su eje, de esta doble resistencia a la simbolización, que el mundo, todo él plagado de símbolos y señales, de parábolas y de metáforas, de imágenes y utensilios, de instrucciones y consignas, gira sobre sí mismo.

    V.

La escritura es un arma de creación masiva.

Post de una red social


Restan algunas palabras a propósito del "pastor del ser". El autor, el lugar y el contexto de esta expresión nos son harto conocidas. Se trata, desde luego, de una dislocación de la imagen que en la civilización técnica se ha venido perfilando —e implantando— acerca de nosotros mismos. Está bien, somos animales, pero racionales. Así recordamos oír a nuestros maestros, desde la escuela primaria. Entonces, no sabíamos determinar bien en quién recaía el pero: ¿en la razón, o en la animalidad? Ahora nos parece claro que el énfasis del pero recae en el pero mismo.

Es curioso: en el párrafo de la Carta sobre el "humanismo" donde aparece la expresión "pastor del ser", Heidegger repite catorce veces el "pero". "Pero la esencia del hombre consiste en ser más que el mero hombre entendido como ser vivo dotado de razón. … Pero aquí sale a la luz lo enigmático del caso… Pero, tendrá usted ganas de replicarme… Pero, al mismo tiempo, es un humanismo… Pero, ¿acaso en este juego, no está y no cae también…?". El pero, sin duda, tiene su chiste.

La afirmación depende de una negación previa: el hombre no es "el señor de lo ente", sino "el pastor del ser". O, más bien, que el hombre sea ese señor no quita que también, y más "esencialmente", sea ese pastor. Es una cuestión de "dignidad": la pobreza del pastor es más noble que la riqueza del señor. Es más digno ser el "vecino del ser" que el "propietario del ente". Afirmaciones resueltamente polémicas: es más humanista el que se olvida del hombre que el que lo pone y dispone invariablemente en el centro.

O en la cabecera. ¿Será, a la vez, cuestión de educación? El filósofo no dice que el hombre no sea "el señor de lo ente"; sólo dice que su "dignidad" no es esa. Del ser no hay apropiación o dominio posible. Que el ser no se confunda con lo ente —eso es lo que le ha sido confiado a un humano. Si puedo dominarlo —entonces no es. Humano no es apropiarse de lo existente, sino dar un saltito por detrás de ello. ¿A dónde?

Al silencio, a la soledad… ¡Y a la escritura! "Las cosas importantes", escribe, "acaban por llegar a tiempo, aunque sea a última hora y aunque no estén destinadas a la eternidad"6. Nadie sabe de antemano si aquellos desembocan en un callejón sin salida o en el afuera del discurso. Pero, ¿en verdad se trata de un "afuera"? Al menos sabemos que es un "lugar". No se nos dirá qué es ni dónde está y menos aún se nos brindarán mapas e itinerarios para llegar en punto y sanos y salvos. Pero sí se nos dice qué y dónde no es:

Ni en lo humano (doméstico) ni en lo inhumano (brutal).

Ni en lo racional ni en lo irracional.

Ni en los valores consagrados ni en los nuevos.

Ni en la trascendencia ni en la inmanencia.

Ni en lo divino ni en su negación.

Ni en lo espiritual ni en lo material.

Estas oposiciones son típicas del nihilismo, y el nihilismo es precisamente el "lugar" desde el cual lo humano —y su dignidad— se han perdido de vista. ¿Qué significa esto si no remitir a lo que no admite ni valoración ni tasa alguna? En el "mundo", el ser se retrae, dejando una suerte de cicatriz; es la "apertura", en el sentido de que desgarra la homogeneidad, la continuidad, la manufactura o hechura del mundo. El hombre está afuera, no tiene que salir a ninguna parte, no tiene que moverse de su casa, de su mesa, de su pensamiento. Estamos afuera, nos lo propongamos o no, lo admitamos o no.

Toda nuestra interrogación deriva hacia esta cornisa: el sentido estético —lo trágico— no brinda un conocimiento del mundo, ni proporciona reglas a la razón práctica; tampoco ofrece esperanza alguna de redención. Lo que logra, sin embargo, es algo previo y más decisivo: sin poner un pie en la trascendencia, permite que, en su disonancia, el mundo muestre sus perfiles, su colindancias. No es necesario "salir" del Mundo —ni decir lo que allí hay— para percibir su límite. Un resultado éste de inmensas consecuencias.

Me parece que ha correspondido a Heidegger el haber extraído las más importantes. No creo estar exagerando al afirmar que merced al poema —tal y como lo experimenta, ejemplo egregio, Hölderlin— el filósofo halló la clave para distanciarse de una consideración instrumental, técnica, del lenguaje.

En una rara situación de convergencia, el fenomenólogo se encuentra (y se saluda) con el positivista; Heidegger: "Únicamente donde haya Palabra habrá Mundo"7; Wittgenstein: "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo"8.

El "más allá" del lenguaje, ¿es, a su turno, lenguaje? Afirmarlo es lo propio de la modernidad, que es la religión revelada, la religión en la cual la Verdad —el Verbo, el Lógos— ha sido revelada. Revelada en cuanto Verdad. El poema no se atreve a dar ese gigantesco paso en dirección al ser. El poema, o lo que Hölderlin llama "sensación trascendental", no coloniza al ser prelingüístico: lo declara "trascendente". De nuevo, Wittgenstein: "El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo" (Prop. 6.41).

Heidegger llama a esta sensibilidad no física, o no moral, Grundstimmung, es decir, "tonalidad fundamental". Es la vía de enlace con el ser previo a la constitución del mundo. No es reflexiva, no es lingüística. Es extática. Pero, si es así, ¿qué provecho podría esperarse de ella? El poeta sólo puede desconfiar:

¡Oh!, si la naturaleza soberana es hija de un padre, ¿no es el corazón de la hija su corazón? Lo más interno de ella, ¿no es Él? ¿Pero acaso lo he resuelto? ¿Es que lo conozco? Es como si viera, pero entonces me asusto otra vez, como si fuera mi propio rostro lo que hubiera visto; es como si sintiera al espíritu del mundo como la cálida mano de un amigo, pero despierto y son mis propios dedos lo que he asido9.

El poema es trágico porque constituye el desengaño de la promesa implícita del mundo: a saber, que nada, en su interior y en su exterior, dejará finalmente de tener sentido.

¿Se violentará mucho este discurso diciendo, para concluir, que el ser designa el afuera del mundo exactamente del mismo modo que el mundo designa el afuera del ser? ¿Y que el (lo) humano consiste en habitar su vano? La escritura —entendida ahora como resistencia a la simbolización, o como su némesis— sería catorce veces menos la representación del mundo que la epifanía de ese no-lugar.

De ese no (ha) lugar que somos.




Sergio Espinosa Proa


Licenciado en Antropología Social por la ENAH (México). Maestro en Filosofía e Historia de las Ideas por la UAZ y Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (1997). Actualmente es Director Académico en la Universidad Autónoma de Zacatecas



Enviado: 30 de mayo de 2012

Aprobado: 3 de julio de 2012


1 Roberto Calasso, "El esplendor velado", en Franz Kafka, Aforismos de Zürau, tr. C. Cabrera, Sexto Piso, Madrid, 2005, p. 144
2 Cfr. Georges Bataille, La literatura y el mal, tr. L. Munárriz, Taurus, Madrid, 1971, pp. 181-204
3 Aforismos…, o. c., p. 125
4 Jorge Luis Borges, "La casa de Asterión", en El Aleph, Alianza, Madrid, 2001, p. 85
5 Cfr. Clément Rosset, La filosofía trágica, Cuenco de Plata, Buenos Aires, 2009
6 Martin Heidegger, "Carta sobre el “humanismo”", en Hitos, tr. H. Cortés y A. Leyte, Alianza, Madrid, 2001, p. 282
7 Martin Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía, tr. J. D. García Bacca, Anthropos, Barcelona, 1989, p. 25
8 Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, prop. 5.6, tr. J. Muñoz e I. Reguera, Alianza, Madrid, 1984

9 Friedrich Hölderlin, "Hiperión", en Sämtliche Werke und Briefe, Darmstadt, 1985, p. 661 (tr. M. Barrios).p. 29

Revista Observaciones Filosóficas - Nº 13 / 2011




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