Un día inolvidable: 11 de mayo de 2012. Viernes. Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Filosofía y Letras. Un calor asfixiante. Y un entusiasmo apoteósico. Allí se congregó lo más granado, lo más acendrado de la Filosofía española para homenajear al gran maestro, a ese invicto pensador, a ese trabajador infatigable, honor y gloria de un país: a Jacobo Muñoz Veiga. Presidió él las intensas jornadas de mañana y tarde. A ratos, se me antojaba que el homenajeado no era Jacobo Muñoz Veiga sino don José Ortega y Gasset, el pensador más prolífico, más polémico e incluso más relevante de la España moderna y contemporánea. Pero no. Don José, desposeído de su cátedra por la caverna franquista, hubo de exilarse. Y su regreso al país fue deprimente. No se le devolvió la cátedra. Recibió abucheos, insultos, críticas acerbas. Y algo similar sucedió con sus discípulos, la llamada Escuela de Madrid: Xavier Zubiri, José Gaos, María Zambrano, Luis Recaséns Siches, Manuel Granell, José Ferrater Mora, Paulino Garagorri, Julián Marías...Ya lo dijo el filósofo hispanoargentino Francisco Romero: el destino de los filósofos españoles es el exilio (interior o exterior).
Nos convocaron, en loor de gratitud, de amistad y admiración los ya brillantes discípulos de Jacobo. También él había tenido excelentes mentores: Manuel Sacristán, Emilio Lledó...
En principio, su nombre con los apellidos heredados sería Jacobo Muñoz Pita da Veiga. Por vía materna, pues, íntimamente vinculado a la Galicia profunda. Pero, por vía ideológica, y enemigo de dictadores y dictadorzuelos, renunció al Pita da y se quedó en Veiga, tierra llana y fértil, con río o laguna de por medio, democrática, del común, comunal, comunista. (Hay quienes se valen de mil tretas para colar un von, un van, un de o una diminuta y antes del primer o del segundo apellido. Véase, por ejemplo: José María Escrivá de Balaguer y Albás). Y, coherentemente, hacia 1966, se afilió al Partido Comunista de España. Tuvo allí compañeros que recomendaban a sus estudiantes que no asistieran a las clases de Jacobo porque era rojo peligroso. Lo rancio se obstinaba en no morir, pero lo nuevo iba cobrando más y más vigor, más empuje.
Pues allí, en aquel desbordante Homenaje nacional, estaban representadas casi todas las Universidades españolas. Y también hubo una digna representación de Galicia. Allí estuvimos los dos catedráticos de Filosofía de la Universidad coruñesa, Juan Carlos Couceiro Bueno y quien esto escribe y suscribe. Pero también fueron muchos, unos sesenta, los que enviaron sus mensajes de afecto y solidaridad con el homenajeado. Se leyeron, públicamente, sus nombres. De ahí nuestra gratísima sorpresa cuando el nombre del primer adherido fue el de: Don Xesús Alonso Montero, de la Real Academia Galega. Luego vendrían otros, de gratísimo recuerdo, como Pedro Cerezo Galán, Emilio Lledó, de la Real Academia de la Lengua, y cómo no, Javier Muguerza, y Carlos París, del Ateneo de Madrid.
Y, volviendo a Galicia, y como si lo ya dicho fuera poco, en una pared de la Sala de Juntas, y entre los retratos de los exdecanos de la Facultad, estaba el del catedrático don Sergio Rábade Romeo, de Begonte ( Lugo), profesor mío que fue en aquella Facultad y quien, con el máximo esmero y también con el máximo rigor, dirigió mi tesis doctoral, sobre el pensador alemán Martin Heidegger (1972) y que publicaría, años más tarde, la Universidad coruñesa bajo el título Los caminos de Martin Heidegger.
También tuvo Jacobo un afectuoso recuerdo para don Sergio, un poquito heterodoxo para los escolasticones al uso, pues, en vez de explicar a Tomás de Aquino, prefería dedicar sus estudios al jesuita Francisco Suárez. Y no son de olvidar sus documentados trabajos sobre Guillermo de Ockham, David Hume o Immanuel Kant.
Y lamentamos que no hubiera ningún representante, que no llegara ningún mensaje de adhesión y solidaridad de la Facultad de Filosofía de Santiago de Compostela, en la que habían enseñado maestros tan señeros como Juan David García Bacca y Carlos París. Por cierto, este último nos ha dejado diáfano testimonio de su amor a Compostela y a Galicia en su admirable autobiografía: Memoria de medio siglo. De la contrarreforma (franquista) a internet. Se va Carlos París a la Universidad Autónoma de Madrid y le sustituye, en Santiago, un profesor al que, según los estudiantes, se le veía la sotana por debajo de los pantalones; y que llegó a decir, en una de sus clases, que, cuando veía el nombre de Carlos Marx, sentía náuseas. Pues ¿qué sentiría si leyera La náusea, de Jean-Paul Sartre?
Cuando el catedrático de la Complutense, Pedro Chacón, presentó a Jacobo Muñoz Veiga, dijo, en tono jocoso, que Jacobo era, para unos, una especie de Sanctus Jacobus y, para otros, un cardenal del Renacimiento. Pero también nos dio cuenta del ingente trabajo llevado a cabo por el homenajeado: libros, artículos en revistas y en la prensa diaria, dirección de tesis doctorales, participación, como presidente o vocal, en múltiples oposiciones a cátedra -entre ellas, la mía-, congresos...
Sí. Fue un día hermoso y pletórico. Un día de calor y también de entusiasmo. No podría resumir, en un breve artículo, cuanto allí se dijo y se escuchó, en intensas jornadas de mañana y tarde. Me quedaron especialmente grabadas las intervenciones de Vicente San Félix, de Valencia, de Manuel Cruz, de Barcelona, de Carlos Berzosa, exrector de la Complutense, de Pedro Chacón, de Sandra Santana, de Zaragoza...Presidía, impávido, el gran maestro. Se le notaba feliz.
A principios de los años sesenta, del pasado siglo, se matriculó, en Filosofía, en la Universidad de Valencia. Pero aquella filosofía mugrienta no colmaba sus deseos. Y se puso a estudiar Filología germánica e Historia. Allí empezó a militar en la oposición al inclemente franquismo. Promovió el Sindicato Democrático de Estudiantes Valencianos. Entre 1960 y 1962, funda y dirige la revista La caña gris, en la que colaborarían, entre otros, poetas de la talla de Gil Albert, José Agustín Goytisolo, Gil de Biedma, José Ángel Valente...Abre la librería Lauria, conocida por distribuir libros, entonces prohibidos por el régimen. Hacia 1966, como ya dije, se afilió al Partido Comunista de España.
Leyó su tesis doctoral, sobre el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, y dirigida por Emilio Lledó, en 1973. En Barcelona trabará amistad con Manuel Sacristán y colaborará en la revista Materiales. En 1983 obtiene la plaza de catedrático en la Universidad Complutense. Se familiarizará con las más variadas y heterogéneas vertientes de la Filosofía crítica, moderna y contemporánea, desde sus traducciones de Wittgenstein, Marx y Lukács, pasando por Nietzsche, Horkheimer y otros y se implica a fondo con el pensamiento marxista en España, en calidad de autor (Lecturas de filosofía contemporánea), de editor (Materiales, trabajo editorial en Grijalbo y Ariel). En 2002 publica Figuras del desasosiego moderno. Y una de sus últimas obras es su excelente Diccionario de Filosofía. Y uno de sus últimas decisiones fue donar sus miles y miles de libros a la Biblioteca Central de la Universidad Complutense.2
Y, al final, habló el amigo, el maestro. Y digo bien, maestro, gran intelectual. Como don José Ortega y Gasset, éste en la línea liberalsocialista, y Jacobo Muñoz en la del socialismo marxista. Con voz pausada, serena. Sabiendo, perfectamente, lo que iba a decir, lo que había dicho en su vida y con sus obras. Nada de pensamiento débil, de pensamiento único, de levedad del ser. No. Es el suyo un pensamiento fuerte, robusto, sustentado en la racionalidad, en la libertad, en la acción política. Y no se arredró en afirmar que, en la actualidad, la Filosofía, en España, estaba al nivel de los países europeos más avanzados, Italia, Francia, Alemania, Reino Unido...En oyéndole, no pude menos de recordar El principio esperanza, del filósofo, alemán y judío, Ernst Bloch (una esperanza no teologal, no quietista, no pasiva, sino dinámica, rompedora, revolucionaria). Con Ernst Bloch tuve el placer y el honor de conversar en la Universidad de Colonia. Y, ahora, me percaté de que Bloch y Jacobo Muñoz representaban, frente a ese cúmulo de indolencia y miseria circundantes, la grandeza y el honor del género humano.
¡Feliz jubilación, maestro y amigo Jacobo Muñoz Veiga!
Sergio
Vences Fernández3
Por Eugenio Trias
Jacobo
Muñoz es, sin duda, uno de nuestros filósofos que mejor conoce el
pensamiento filosófico del siglo XX. De procedencia y tradición
arraigada en el pensamiento crítico, ha sido un seguidor minucioso
de los avatares del mejor marxismo filosófico, especialmente el que
asociamos a la Escuela de Frankfurt y a su Teoría Crítica; pero es
también un conocedor excelente de Wittgenstein y de los distintos
escenarios de su compleja y cambiante concepción del lenguaje, o del
“giro lingüístico” que imprime a la filosofía del siglo XX.
Quizás estos han sido los ejes principales de su orientación
reflexiva, pero el mérito mayor de Muñoz ha consistido en abrirse
al conocimiento y a la reflexión de otras tendencias del pensamiento
que, a través de encrucijadas laberínticas, acaban dándose cita
con las referidas: Nietzsche, Heidegger y las derivas en torno al
nihilismo; o bien todas las complejas tramas del estructuralismo
lingüístico, con su teoría del signo que fecunda el amplio
espectro de las ciencias humanas (Levi-Strauss, Lacan), y las formas
críticas de rebasarlo por parte de las tendencias llamadas
“post-estructuralistas”.
De todo ello nos da clara muestra
en este amplio, extenso y completo libro, en el que, a través de
ensayos concentrados en conceptualización y escritura, va dando una
visión muy completa de las distintas ramificaciones del pensamiento
contemporáneo. Hay en el libro calas en profundidad en algunos de
sus más inquietantes retos, que se corresponden con los conceptos
que tienden más comúnmente a asociarse a la filosofía del siglo
XX: por ejemplo, la expresión “nihilismo”, que es sometida por
Jacobo Muñoz a una interesante y precisa contextualización, desde
el origen filosófico de la noción, en los albores del siglo
romántico, con Jacobi, en su polémica con Fichte, hasta la
aparición programática del término en un pensador de segunda fila,
Baader, que sin embargo asocia ya, como antes Hegel y posteriormente
Nietzsche (y Heidegger) ese evento con la proclamación de que “Dios
ha muerto”.
Ese ensayo sobre la genealogía filosófica del
nihilismo es, a mi modo de ver, uno de los ensayos más interesantes
de este libro tan sugestivo; como lo es también el que consagra a
Walter Benjamín, en el que desbroza los hilos sinuosos y
fragmentarios de las obras que estaba pergeñando cuando le sobrevino
la gran decisión de huida y muerte (voluntaria) ante el acoso de la
barbarie nacional-socialista. Es especialmente brillante la reseña
que se hace de la incomprensión que un hegeliano como Adorno muestra
ante el pensamiento a la vez materialista y expresionista de ese gran
poeta del coleccionismo, amante de las fantasmagorías encarnadas en
obras cívicas (sobre todo parisinas), y pensador de enorme calado
que fue Walter Benjamín. Adorno no comprende que el supuesto
materialismo
vulgar
de Benjamín no necesita conceptos como mediación
para descubrir la expresión
de las condiciones materiales en las fantasmagorías que, de manera
tan genialmente minuciosa, va desbrozando en sus aproximaciones al
París de Baudelaire, o al mundo de la reproductibilidad
técnica
(con la consiguiente trituración del aura).
Asimismo
me ha resultado enormemente interesante el recorrido a través del
post-marxismo (y del post-estructuralismo) que efectúa Jacobo Muñoz
tomando como hilo conductor la antigua revista Socialismo
y barbarie,
en la que se destaca Lyotard, con sus comparecencias públicas en
plena revolución de Mayo del 68, y las derivas filosóficas que le
condujeron de esas reflexiones hasta su más celebrado ensayo sobre
la condición
postmoderna.
También las calas en ésta son notables, o los modos de acercamiento
crítico a modalidades no trágicas de nihilismo (como las propias de
Gianni Vattimo).
En conjunto nos hallamos con un complejo tapiz, muy bien urdido, en el que al final de su lectura hemos podido recorrer, con Muñoz como cicerone y mistagogo, el paisaje intrincado y lleno de irregularidades del pensar contemporáneo del pasado siglo XX, que se nos muestra en sus más relevantes rincones. Y por cierto no en los más trillados y convencionales, lo cual significa un importante mérito de este libro: la aproximación es siempre rigurosa, pero nunca fácil ni previsible.
Y a través de ese acercamiento van compareciendo estrellas de fulgor desigual, algunas muy interesantes, por eclipsadas que puedan hoy encontrarse, otras rutilantes debido a las coyunturas más próximas: desde el joven Lukács hasta el Heidegger apocalíptico y crepuscular (“sólo un Dios puede salvarnos”), desde las dialécticas de la ilustración que descubren un primer hondón irrecuperable en el pensamiento de la modernidad ilustrada (de la que surgen también monstruosas ramificaciones), con Horkheimer y Adorno como protagonistas, hasta las filosofías lingüísticas de ese mago vienés de la filosofía que fue Wittgenstein, pasando por figuras atractivas en su discreción atinada como Isaiah Berlin, u otras que completan el paisaje de nuestra filosofía contemporánea.