En su diálogo Leyes Platón esboza un minucioso proyecto socio-político de ordenación de la vida. Habría que preguntarse, hoy, más de dos milenios después de Platón, cuál es el influjo que este aristócrata, admirador de la disciplina espartana, ha tenido sobre la cultura y el pensamiento de Occidente: o bien, cuál es su legado socio-filosófico-político. Para ello, para medir la “influencia” o la “vigencia” del pensamiento platónico, tal vez resulte útil retomar algunos pasajes de República y Leyes para, a partir de allí, comprender los alcances del proyecto platónico, como así también, naturalmente, la estrecha conexión existente entre algo así como la “estética” y la “política”. Así las cosas, la presente exposición pretende resaltar, del pensamiento platónico, la siguiente cuestión: la estrecha ligazón entre vida y poder en su pensamiento socio-político, haciendo especial hincapié en el hecho de que, para Platón, la filosofía no es sino el gran arte del paidagogeo (es decir, de conducción de infantes, de infantes adultos), y donde la pedagogía filosófica, retomando a Werner Jaeger, es una actividad antropoplástica1. A partir de esta noción que Jaeger aplica a los griegos –calificándolo de pueblo antropoplástico-, toda la cuestión filosófica, socio-política, estética, adquiere una nueva “profundidad”. Y se trata, en definitiva, de poder comprender, a partir de Platón o en Platón, esta cuestión: el alcance de la noción de ley, del imperio de la ley, del imperio del nómos. Es desplazando la pregunta hacia una antropoplástica, y partiendo de una adecuada comprensión del término “nómos”, que el proyecto socio-político platónico puede llegar a ser comprendido como un verdadero proyecto biopolítico o zoopolítico de organización e institución de animales urbanos. La antropolástica es sencillamente eso: la acuñación de hombres a partir de ciertos modelos eidéticos que han de inducir una serie de identificaciones miméticas. Que la noción de “nómos”, para Platón, excede ampliamente eso que hoy en día alguien podría entender como una “mera ley formal”, es algo a todas luces evidente: el nómos platónico sólo puede ser comprendido en tanto que actividad artístico-plástica de producción de lo humano (de un cierto hábitat y, junto a él, de ciertas formas de vida).
Sobre el término nómos, Francisco Lisi, en su Introducción a Leyes, anota:
“El término nómos, que en su forma plural da el título al tratado, tiene en griego un campo semántico que supera en mucho a nuestra palabra ‘ley’. Originariamente significa ‘división’, ‘distribución’ y su uso se encuentra atestiguado a partir de Hesíodo (Los trabajos y los días). Abarca significados tan diversos como ‘hábito’, ‘costumbre’, ‘ley’ y ‘aire musical’, ‘norma de conducta’, ‘regla para la acción’, etc. Todas estas significaciones están presentes en el uso de esta palabra en la obra de Platón y todas están entrelazadas entre sí para formar un conjunto coherente que estructura la obra de un extremo al otro. La noción de nómos adquiere una dimensión trascendente, religiosa, que hay que tener en cuenta al momento de analizar su proyecto político”2.
El amplio espectro semántico de la noción de “nómos” obliga de algún modo al intérprete que se mide con los diálogos platónicos a más de dos milenios de distancia, a efectuar una suerte de deconstrucción sobre la compartimentalización de los saberes. Por un lado, cuestiones “estéticas”, “éticas” y “políticas”, se dan como fenómenos híbridos, donde las “representaciones artísticas” que golpean los sistemas nerviosos de los ciudadanos, tienen inmediatas consecuencias e implicancias ético-políticas. Es decir: relatos, imágenes y músicas pueden funcionar, ético-políticamente, por turnos, como aceleradores o desaceleradores pulsionales. El problema de la expulsión-inclusión del poeta en República sólo resulta comprensible a partir de allí. Desde una concepción meramente “formal” o “abstracta” de la ley, el problema de los poetas-artistas sólo puede generar cierta perplejidad. Sin embargo, desde el momento en que se comprende la dimensión omniabarcante –biopolítica- del nómos (en tanto que ordena y espacía toda una serie de formas de vida a lo largo y ancho de un territorio), entonces el encono platónico hacia determinadas prácticas artísticas deviene completamente razonable: en ellas está en juego la propia legalidad, en ellas se pone en juego la vida misma y la subsistencia del nómos, de un determinado nómos. El arte, con su poder de “golpear” y afectar, en un sentido u otro, la sensibilidad, posee el poder de modificar (generar y re-generar) “hábitos”, “costumbres”, “conductas”: disposiciones (héxis). Nociones estas últimas que quedan claramente abarcadas bajo la órbita semántica de “nómos”. Pero incluso se podría ir todavía un poco más lejos; nómos hace referencia a “división” y “distribución”, es decir, a la estructuración y a la ordenación misma de la vida dentro de la pólis y sobre un cierto territorio, que es siempre el efecto de un dibujo normativo -una ley- generada por un legislador-poeta cuya tarea esencial y primera es producir una suerte de gran container socio-político (la pólis, la ciudad-estado).
La ley es formadora en el más estricto sentido artístico-técnico del término: es aquello que le debe dar forma a una suerte de material in-forme, de-forme o a-forme (es decir: el nómos es la téchne de producción-institución de formas humanas de vida). Toda la cuestión pedagógica ligada a la aristocracia y a la areté (virtud) tiene que ver con eso: con acuñar buenos “tipos” o “copias” de hombres a partir de un modelo eidético-paradigmático absolutamente noble o “superior”. La producción de hombres virtuosos es una tarea que, ya en Leyes, y tal como es concebida por Platón, abarca la totalidad de la existencia del individuo, desde su nacimiento y hasta su muerte. Aunque, a decir verdad, esto no es del todo exacto: la tarea pedagógica comienza incluso antes del nacimiento, con los ejercicios prenatales que Platón exige que la madre efectúe para comenzar a educar al feto a partir de vibraciones y movimientos3. Inclusive, de manera virtual, empezaría todavía antes de la conformación del feto, puesto que el proyecto platónico de administración de la vida prevé un cuerpo de magistrados que monitoreen los matrimonios y su procreación4, formulando, a partir de allí, una ponderación acerca de los apareamientos más convenientes según las necesidades de la propia ciudad-estado (teniendo en cuenta, a partir de la “personalidad” o el “carácter” de los padres, el tipo de vástago que engendrarán). Incluso es preciso tener presente que, ya en el Político, Platón concibe esa “ciencia real” -o “política”- como una tarea explícita de producción y crianza de seres vivos5.
La tarea pedagógica –biopolítica o zoopolítica- de moldeo de cuerpos se sostiene ininterrumpidamente a lo largo de toda la existencia del individuo. El verdadero “gran pedagogo” es el poeta-legislador, de ahí que sea preciso comprender la “pedagogía” como conducción-guía de infantes ontológicos; es decir: el adulto pagano, no-sabio, es, en términos ontológicos, una suerte de infante eterno (sólo el fuego espiritual de la pedagogía podría hacer virar al alma de lo sensible a lo inteligible). Pero eso no es todo; la ley (el nómos) no opera sólo sobre las almas, es también producción plástica de espacialidad. En efecto, en Leyes, Platón no dejará de lado la cuestión urbanística: describirá una ciudad cuyo “diseño urbanístico está minuciosamente planificado tanto en lo que concierne al plan general como a los detalles relacionados con la construcción de edificios públicos, templos, murallas y casas privadas”6. Platón atribuirá a los “guardias urbanos” la misión de “controlar que se respeten las líneas de propiedad, que las construcciones de los edificios no invadan los espacios públicos y que los habitantes mantengan en condiciones sus casas”7. En su Introducción a Leyes, Lisi remarcará, dentro de la generalizada influencia que ese diálogo ha ejercido sobre una multiplicidad de autores, el particular influjo que tuviera sobre el jurista inglés Jeremy Bentham8. La pólis platónica es una ciudad en la cual no debe haber nada sin vigilancia9: es preciso vigilar los matrimonios, la reproducción, las construcciones y las edificaciones; hasta el punto de construir casas que faciliten la vigilancia de sus habitantes 10. Pero hasta ahí la vigilancia parecería ser, por así decir, meramente “externa”. Ahora bien, en un pasaje de República II, Platón se refiere a la necesidad de que cada uno sea el vigilante de sí mismo11, para no tener que estar vigilándose, ininterrumpidamente, los unos a los otros12. Cabría pensar y comprender la más contundente realización del nómos –de la ley- bajo la forma de una conciencia viviente que habría de ser ético-políticamente implantada dentro de un cuerpo pulsional desorganizado, lleno de apetitos desenfrenados, sin medida, sin ley. La dimensión política de una ética es eso: la posibilidad de un auto-dominio de sí, la posibilidad de hacer, por parte del individuo, de su “sí mismo”, una pequeña pólis dentro de la pólis. Un pasaje de República IX: “También tiene esto en vista nuestro gobierno de los niños, en cuanto no les permitiremos ser libres hasta haber implantado en ellos una organización política tal como en el Estado; y después de alimentar lo mejor que hay en ellos con lo que en nosotros es de esa índole, y tras dejar, en lugar de esto último, un guardián y gobernante semejante en cada uno, sólo entonces los pondremos en libertad”13.
El nómos es antropoplástico, antropotécnico. Sobre el “imperio de la ley” en Platón, Lisi señala: “Platón formula por primera vez la idea de ser esclavo de la ley”14. El imperio de la ley (del nómos) ha de extenderse a lo largo de toda la ciudad-estado. Más aún: el nómos es la pólis misma en su tarea artística –plástica- de autoproducirse. Si la cuestión del “arte” preocupa tanto a Platón al momento de pensar “lo político”, ello se debe a que, entre una tarea y otra, entre “estética” y “política”, no hay , a decir verdad, diferencia alguna. Tal vez sea la noción de “pedagogía”, con su hacer referencia a la formación-guía de un infante, por parte de un adulto ya formado, la que con mayor fuerza exprese esa tarea de orfebres que unos animales deben efectuar sobre otros, para hacerlos ingresar en el orden humano. Un animal no guiado, que no hubiere sido sometido al proceso pedagógico de adquisición de la forma (humana), sería sencillamente un bárbaro, un animal. Sólo el lógos, como una suerte de nómos viviente, puede apoderarse de un cuerpo animal –instalarse dentro de él como conciencia- para hacerlo ser un animal urbano, es decir, un ciudadano. La formación – la paideía, la Bildung- tiene que ver con la necesidad de imitar o emular un paradigma arquetípico de “humanidad” o de “virtud” (una noción remite a la otra, mientras que la virtud hominiza y enaltece, el vicio animaliza y degrada). Se trata de darle -o imprimirle- una cierta forma al hombre a partir de un cierto ideal. La paideía es eso. De ahí que el propio Platón monte, en torno de la figura de Sócrates, un teatro trágico a partir del cual pueda surgir un hombre prototípico o paradigmático que desencadene toda una serie de identificaciones miméticas en las generaciones venideras. El Sócrates platónico es un transformador libidinal cuya función ético-política es servir como ejemplo de vida virtuosa. Ahora bien, ¿dónde radica la virtud de Sócrates? En su auto-sacrificio, en su esclavitud ante la ley. El prócer ratifica su virtud en un último y decisivo gesto de auto-inmolación: con su rechazo a sustraerse a esas leyes que lo fabricaron (aún mediando una condena flagrantemente injusta).
En el Critón Platón-Sócrates intenta justificar el sometimiento a la ley, más allá de toda consideración acerca de la justicia o injusticia de una condena. Para ello Sócrates imagina un diálogo entre él y esas leyes que, con la intermediación de unos jueces, lo condenaron a muerte; allí, éstas le reclaman a Sócrates ese cuerpo que es él (o que es de él) pero que en verdad ellas mismas fabricaron y moldearon. El pasaje del Critón en el que las leyes le exigen a Sócrates ese cuerpo que le dieron en comodato es el siguiente:
“¿Es esto, Sócrates, lo que hemos convenido tú y nosotras, o bien que hay que permanecer fiel a las sentencias que dicte la ciudad? (…) Sócrates no te extrañes de lo que decimos, sino respóndenos, puesto que tienes la costumbre de servirte de preguntas y respuestas. Veamos, ¿qué acusación tienes contra nosotras y contra la ciudad para intentar destruirnos? En primer lugar, ¿no te hemos dado nosotras la vida y, por medio de nosotras, desposó tu padre a tu madre y te engendró? Dinos, entonces, ¿a las leyes referentes al matrimonio les censuras algo que no esté bien? (…) Entonces, ¿a las que se refieren a la crianza del nacido y a la educación en la que te has educado? ¿Acaso las que de nosotras estaban establecidas para ello no disponían bien ordenando a tu padre que te educara en la música y la gimnasia? (…) Después que hubiste nacido y hubiste sido criado y educado, ¿podrías decir, en principio, que no eras resultado de nosotras y nuestro esclavo, tú y tus descendientes?”15.
Y también:
“Tú mismo, en primer lugar, si vas a una de las ciudades próximas, Tebas o Mégara, pues ambas tienen buenas leyes, llegarás como enemigo de su sistema político y todos los que se preocupan de sus ciudades te mirarán con suspicacia considerándote destructor de las leyes; confirmará para tus jueces la opinión de que se ha sentenciado rectamente el proceso. En efecto, el que es destructor de las leyes, parecería fácilmente que es también corruptor de jóvenes y de gentes de poco espíritu”16.
Sócrates
está rodeado, no tiene escapatoria: o huye y confirma
las acusaciones en su contra (cayendo, así, en la injusticia),
o permanece en la virtud y la justicia pero a condición de restituir
ese cuerpo que los hombres, en nombre de las leyes, le han exigido
devolver injustamente.
El
Sócrates
ante la ley
está en la siguiente disyuntiva: huir de la condena injusta pero
transformarse en culpable, o aceptar la condena injusta y perder el
cuerpo (pero para conservar la inocencia). Disyunción constitutiva
del sujeto sujeto
a la Ciudad, y que sólo puede encontrar una resolución paradójica:
el auto-sacrificio, el sacrificio de sí, la auto-inmolación
heroica.
La “cuestión socrática” no tiene nada que ver con Sócrates: es
la cuestión del nómos
viviente,
del sujeto-ciudadano auto-sacrificante. El Sócrates que Platón
construye es, en todo caso, el gran cuerpo (heroico) del suplicio: el
cuerpo que se entrega sin miramientos, incluso a una condena
flagrantemente
injusta o absurda.
Cuerpo que reconoce
o
que asume
esa “sujeción originaria” –biopolítica-
que lo ata
a
la pólis
que lo produjo, que lo diseñó, que lo moldeó, que lo hizo
vivir,
y que ahora, sencillamente, lo hace
morir.
La humanidad (del hombre) es al mismo tiempo el objeto y el objetivo de una política entendida como paideía. En Humanismo y teología Werner Jaeger señala:
El sentido más específico que Cicerón dio a la palabra humanitas en muchos pasajes de sus obras es el educativo. Como el antiguo gramático Aulus Gellius (siglo II) observa con razón, la humanitas latina, en este sentido, corresponde a la paideía griega. Cicerón entiende por estas palabras las artes y las letras de los griegos, en cuanto representan el ideal griego del hombre expresado en ellas. Cicerón atribuye al espíritu griego un influjo humanizante; ayuda al hombre a descubrir su verdadero ser, y con esto a formar su personalidad. Ejerce ese influjo porque pone ante nuestros ojos con una claridad abrumadora ese modelo ideal de humanidad que excita nuestra admiración y con ella uno de los instintos humanos más poderosos, del que depende toda educación y progreso: el instinto de imitación17.
El núcleo central de todo “humanismo” (o de toda discusión en torno a la humanidad del hombre) es siempre la educación o formación de un “hombre” que debe devenir Hombre. Es justamente con algo así como un “humanismo” “ateo” o “agnóstico”, que evita el rodeo en torno de “lo divino” donde, precisamente, se afirma con mayor fuerza la voluntad religiosa y pedagógica de reformar a los hombres según un cierto ideal. No hace falta, naturalmente, esperar al siglo XX para encontrar algo así como un “humanismo ateo” que, contra algo así como la muerte de Dios, entronice la figura misma del hombre. Cuando el sofista Protágoras declaraba no tener forma de saber si los dioses existen o no, inauguraba, con ese gesto, una teología pedagógica que, evaluada desde el punto de vista de “lo divino”, bien podría ser absolutamente agnóstica, o incluso atea (el desinterés por la cuestión de la existencia o inexistencia del dios o de los dioses, prefigura y anuncia un interés fastuoso por la cuestión del hombre y su reforma). Jaeger señala:
Ahora bien, es un hecho sabido que los sofistas griegos fueron los fundadores de una teoría de la educación y los primeros en formular la idea de una cultura, que llegó a ser muy importante en la historia del humanismo clásico y moderno. Eran, ante todo, no filósofos, sino educadores. Por tanto, si los filósofos modernos que se han llamado humanistas se interesaran por la historia del género humano más de lo que normalmente se interesan, podrían decir que tiene un significado profundo el hecho de que el ideal de la cultura surgió en el mismo momento histórico y en el mismo medio que creó la doctrina relativista: el hombre es la medida de todas las cosas. ¿Acaso no nos prueba esto que todo nuestro teorizar sobre la cultura y la educación y el ideal de la civilización humana es un producto de esa sensata auto-restricción de la filosofía sofista, que recomienda al hombre abstenerse de la especulación sobre lo inescrutable y concentrarse sobre su misma perfección? Los griegos llamaron a este esfuerzo cultural paideía. Paideía, como hemos visto, era la raíz histórica de lo que Cicerón alabó como humanitas de los griegos. El mismo Cicerón, aunque tenía una naturaleza religiosa muy profunda, era un escéptico con respecto a la filosofía trascendental de su tiempo y al uso metafísico de la razón, como dice a menudo en sus obras filosóficas18.
De ahí que una teología atea no sólo sea perfectamente posible y consecuente, sino que constituya, más bien, el corazón mismo de toda teología que pretende, por interpósita divinidad, re-generar a un “hombre deficiente” siempre a mitad de camino de convertirse en un verdadero hombre. Jaeger resalta que, originalmente, el concepto de teología “quiso expresar cualquier forma de acercamiento racional al problema de Dios”19. Una teología atea, en ese sentido, no sólo es posible, sino necesaria, e incluso fundamental, puesto que representa, de algún modo, al movimiento mismo de la razón, llevado al extremo, en su necesidad de comprender y volver racional. Tanto la declaración de defunción del dios, o de los dioses, como así también la renuncia a pronunciarse al respecto, son, ambas dos, las actitudes que conducen al núcleo de la religiosidad, es decir, a la pedagogía. La ligazón entre paideía y teología no podría ser más fuerte; es preciso tener presente que el inventor del término teología, Platón, lo introduce y lo emplea (en República II, 379a) para referirse a los poetas y autores que hablarán sobre los dioses, y en cuyas obras descansará, en última instancia, la vida de ese Estado ideal que Platón está por fundar. Ahora bien, para comprender la función teopoética20 del poeta-teólogo, o del teólogo-poeta, es preciso comprender, antes que nada, la estrecha conexión entre pólis, lógos y paideía. Los relatos (mythos-lógos) son conductores o inductores de conducta, de ahí la sacralidad de toda actividad teopoética para Platón. Y de ahí que la propia paideía no sea sino el modo en que los relatos y las historias se vuelven sobre los cuerpos-almas para moldearlos e instituirlos. La polis es la esfera auto-estresada de relatos, y es el estrés generado por esos relatos el que impone una cierta héxis y marca cuál es el camino por el que deben ser arrastrados los cuerpos para alcanzar una verdadera y total areté.
El problema de la morphosis del hombre es el problema mismo de la paideía y del humanismo. Es de lamentar que la obra de Jaeger, cuyo título original es Paideía, Die Formung des griechischen Menschen, haya sido traducida al español bajo el título Paideía: los ideales de la cultura griega. La variación es bastante desafortunada, y de alguna manera desnaturaliza por completo aquello que Jaeger, con su trabajo, quiere destacar; en el título original, la cuestión de “la cultura” ni siquiera aparece: el problema es la formación del hombre. Sin embargo, no podría decirse que el título de la obra en español sea “inapropiado”; todo lo contrario, se trata justamente de eso: de los ideales de la cultura griega. Pero lo interesante es el complemento que se produce entre ambos títulos: en uno aparece el hombre y su formación, y en el otro aparecen los ideales. En el fondo, el complemento es perfecto, porque tal como se lo ha intentado señalar en la presente tesis, el hombre es siempre ya un ideal. El problema de la morphosis del hombre es, al mismo tiempo, el problema del “humanismo” y el problema de toda paideía21. Jaeger escribe: “El proceso espiritual que llamamos educación no surge en forma espontánea en la naturaleza sino que requiere un cuidado constante. Las virtudes, sean morales o intelectuales, son fruto de la naturaleza del hombre y de su adiestramiento”22. El humanismo pedagógico es el camino que el hombre (imperfecto, no formado, semi-formado, semi-deformado, etc.) debe forzosamente transitar para convertirse, verdaderamente, en un hombre. Esa formación, ese moldeo, o, en tal caso, el molde de ese moldeo, son las palabras, los relatos, los mythos, el lógos; el molde de la paideía griega primitiva es Homero23, y el molde de la paideía cristiana es la Biblia24; explica Jaeger: “La literatura es paideía en la medida en que contiene las reglas más altas de la vida humana, a la que ha dado su forma más duradera e impresionante. Es la imagen ideal del hombre, el gran paradigma”25. Y también: “La formación del hombre cristiano, su morphosis, es el efecto del incesante estudio de la Biblia. La forma, el molde, es Cristo. La paideía del cristiano es la imitatio Christi: Cristo debe tomar forma en él”26. Naturalmente, ese “esquema” aplicado a la formación cristiana, puede –y debe- ser extrapolado a toda morphosis o paideía en general: siempre habrá un molde paradigmático o arquetípico para desencadenar, en los individuos-espectadores, un proceso de identificación mimética. El Sócrates, el Cristo, el prócer, el héroe (o el super-héroe), son moldes que marcan cuál es el camino que el animal debe seguir para devenir hombre; la paideía no es otra cosa que eso: camino (desde el animal, hacia el hombre). Toda esa fuerza plástica queda explicitada por Jaeger ya desde las primeras páginas de su monumental Paideía;
Poner estos conocimientos, como fuerza formadora, al servicio de la educación y formar, mediante ellos, verdaderos hombres, del mismo modo que el alfarero modela su arcilla y el escultor sus piedras, es una idea osada y creadora que sólo podía madurar en el espíritu de aquel pueblo artista y pensador. La más alta obra de arte que su afán se propuso fue la creación del hombre viviente. (…) Sólo a este tipo de educación puede aplicarse propiamente la palabra formación, tal como la usó Platón por primera vez, en sentido metafórico, aplicándola a la acción educadora. La palabra alemana Bildung (formación, configuración) designa del modo más intuitivo la esencia de la educación en el sentido griego y platónico. Contiene, al mismo tiempo, en sí, la configuración artística y plástica y la imagen, “idea” o “tipo” normativo que se cierne sobre la intimidad del artista. Dondequiera que en la historia reaparece esta idea, es una herencia de los griegos, y reaparece dondequiera que el espíritu humano abandona la idea de un adiestramiento según fines exteriores y reflexiona sobre la esencia propia de la educación. (…) La forma humana de sus dioses, el predominio evidente del problema de la forma humana en su escultura y aun en su pintura, el consecuente movimiento de la filosofía desde el problema del cosmos al problema del hombre, que culmina en Sócrates, Platón y Aristóteles; su poesía, cuyo tema inagotable desde Homero hasta los últimos siglos es el hombre y su duro destino en el sentido pleno de la palabra, y, finalmente, el Estado griego, cuya esencia sólo puede ser comprendida desde el punto de vista de la formación del hombre y de su vida toda: todos son rayos de una única y misma luz. Son expresiones de un sentimiento vital antropocéntrico que no puede ser explicado ni derivado de otra cosa alguna y que penetra todas las formas del espíritu griego. Así el pueblo griego es entre todos antropoplástico27.
Paideía y humanismo son un único y mismo ideal, que consiste, básicamente, esencialmente, en acuñar hombres a la luz de una “idea” o “ideal” que exhibe cuál es, efectivamente, la verdadera forma humana. También la cuestión técnico-artística queda explicitada ya desde las primeras páginas de Paideía, al señalar, su autor, cuál es el “lugar” o el “rol” de los “artistas” dentro del proceso de formación-acuñación de individuos: “los verdaderos representantes de la paideía griega no son los artistas mudos –escultores, pintores, arquitectos-, sino los poetas y los músicos, los filósofos, los retóricos y los oradores, es decir, los hombres de Estado”28. Esa distinción, y la primacía de los “artistas parlantes” por sobre los “artistas mudos”, está dada por un hecho simple y contundente: “La palabra y el sonido, el ritmo y la armonía, en la medida en que actúan mediante la palabra y el sonido o mediante ambos, son las únicas fuerzas formadoras del alma, pues el factor decisivo en toda paideía es la energía, más importante todavía para la formación del espíritu que para la adquisición de las aptitudes corporales en el agon”29. Es decir: la palabra-sonido es fármaco, psicofármaco. Y eso que conocemos como “yo” no es sino el efecto de una arenga pedagógico-discursiva que exhorta a un ser “in-forme” a entrar en la forma de un cierto “molde” (Jaeger dirá: “el ‘yo’ no es el sujeto físico, sino el más alto ideal del hombre que es capaz de forjar nuestro espíritu”30). Dentro de la tarea política de formar una multiplicidad de “envases yoicos”, la figura del héroe viene a desempeñar una función socio-ético-política fundamental: el héroe es el paradigma de un ser-yo, o de un vivir-en-el-yo; el héroe es el envase que exhibe ejemplarmente cómo deberá conducirse un individuo cualquiera (Jaeger: “nada tan eficaz, para guía de la propia acción, como el ejemplo y el modelo”31). Y el héroe es siempre un personaje del relato teopoético que deberá penetrar “en las capas más profundas del ser humano” para alentar “un ethos, un anhelo espiritual, una imagen de lo humano capaz de convertirse en una constricción y en un deber”32. La cuestión estético-política es, en definitiva, una cuestión de psicagogía cuyo fundamento es “el arte” en tanto que “poder ilimitado de conversión espiritual”33. A partir de aquella función –de aquella fuerza- del relato, de la narración, del mythos, del lógos, debe quedar claro que la tarea poética es ella misma institución y producción de formas de vida (“El poeta estructura una nueva forma de vida para su tiempo”34). Interpretando y re-interpretando los mitos, según las necesidades socio-políticas, el poeta debe “conducir al hombre errado por el camino justo”35. La “trinidad griega” del poeta, el hombre de Estado y el sabio, que encarna la “más alta dirección de la nación”36, no deja lugar a dudas acerca de la “función” o “misión” práctica (es decir, política) de algo así como la “poesía” y/o la “filosofía”. Poesía y filosofía están al servicio del Estado en tanto que actividades cuya meta última es conducir-inducir ciertos comportamientos, ciertos hábitos, ciertas actitudes, para, a través de ello, sancionar un cierto bíos (Platón, con su Sócrates, quiere hacer eso: promover un nuevo bíos37).
La gran jugada platónica consiste, en una época de disolución de la autoridad exterior, en querer instalar la polis en la interioridad del alma. De allí la importancia, hasta hoy en día, para toda ética, de ese dominio que cada uno está llamado a efectuar sobre su “sí mismo”; ese dominio de sí –la enkrateia- consiste sencillamente en “emancipar a la razón de la tiranía de la naturaleza animal del hombre y a estabilizar el imperio legal del espíritu sobre los instintos”38. Jaeger escribe: “Lo que a Sócrates le interesaba no era, visiblemente, la simple independencia con respecto a cualesquiera normas vigentes al margen del individuo, sino la eficacia del imperio ejercido por el hombre sobre sí mismo. La autonomía moral en el sentido socrático significaría, por tanto, fundamentalmente, la independencia del hombre con respecto a la parte animal de su naturaleza”39. La paideía es el juego pedagógico-político a partir del cual se intenta efectuar, en un viviente, una tal cesura que le permita convertirse, al mismo tiempo, en el sujeto activo y pasivo de un tal “autodominio”. De ahí que la relación entre paideía y violencia sea sumamente profunda, y de ahí, también, el intento platónico por fundir al poder con el saber. Sólo un poder-saber, es decir, un poder munido de sabiduría (de filosofía) podría dejar de ser una fuerza brutal y despótica (el ideal platónico de un rey-filósofo no es sino el ideal que proclama la necesidad de que poder y saber confluyan). Sobre el humanismo platónico Jaeger señala:
La siginificación humanista de la teoría del eros en el Simposio como el impulso innato al hombre que le mueve a desplegar su más alto yo, no necesita de ninguna explicación. En la República, esta idea reaparece bajo otra forma: la de que el sentido y razón de ser de toda paideía es el hacer que triunfe el hombre dentro del hombre. La distinción entre el hombre, concebido como la individualidad fortuita, y el hombre superior sirve de base a todo humanismo. Es Platón quien hace posible la existencia del humanismo con esta concepción filosófica conciente, y el Simposio es la obra en que esta doctrina se desarrolla por primera vez. Pero en Platón el humanismo no queda reducido a un conocimiento abstracto, sino que se desarrolla como todos los demás aspectos de su filosofía a base de la experiencia vivida de la extraordinaria personalidad de Sócrates40.
Ahora bien, la producción de un “hombre interior”, de un “hombre dentro del hombre”, es, dentro del pensamiento platónico, un problema esencialmente político: el Estado debe tener necesariamente su centro en el interior de la personalidad41. Para que toda la maquinaria pedagógico-política funcione, será necesario generar o postular algo así como un agente libre capaz de autodeterminación, generándose, de ese modo, un grave conflicto ético-político entre aquella “personalidad naciente” y el “destino”, en torno a lo que será, para Occidente, un problema teológico fundamental: la relación entre “libertad” y “divinidad”; el hombre podrá y deberá aspirar a la areté heroica, pero sobre ella campeará la moira divina a la que estarán supeditada la voluntad y el éxito de los mortales42. Jaeger escribe: “El mundo de la areté en el que Platón construye su nuevo orden se funda en la premisa de la autodeterminación moral del propio yo sobre la base del conocimiento del bien. Es incompatible con un mundo en que reina la moira”43. Bajo la primacía de la idea de “destino”, o de un gobierno de las potencias divinas sobre “lo humano”, la paideía carecería de toda razón de ser44: ésta sólo puede aparecer y surgir con fuerza, en la medida que va acompañada de la postulación de un agente libre capaz de obrar por voluntad e intelección, y, de ese modo, sobreponerse, de alguna manera a las fuerzas que lo determinarían (es decir, los dioses, o bien, las pulsiones).
En un pasaje de La comunidad de los espectros, Fabián Ludueña Romandini anota:
Todo poder soberano es, originariamente, poder sobre la vida, y todo ejercicio de dicho poder coincide, necesariamente, con la administración de lo viviente. Tal es la tesis defendida por Platón con un vocabulario taxonómico que demuele, aún antes de que fuera establecida, toda diferencia posible entre las llamadas esferas pública y privada, las cuales no son sino un desesperado intento posterior por mitigar y, en algún sentido, hacer olvidar este enunciado platónico tan certero e incómodo. Desde esta perspectiva, la esencial división aristotélica entre oikonomía y politiké no tiene otro objetivo que intentar cercar o limitar de algún modo la terrible definición platónica de la política como poder sobre la vida. Así, la gran división entre economía y política, entre administración y esfera pública de la ley y la ciudadanía es un intento aristotélico por lograr crear una zona ontológica que sobrepase la esfera de la vida y que se transforme en el objeto de una política no meramente biológica45.
La política es, ya desde sus inicios, el arte de la domesticación del animal humano46. Esto quiere decir: la política es siempre ya una antropotecnia47; es decir, la técnica misma de producción de hombres: “El mundo humano comienza, esencialmente, con la politización de la vida dado que el llamado Homo sapiens es sólo un animal que se ha dotado a sí mismo de antropotecnologías detinadas a dar forma, domesticar, modelar o incluso (y preferentemente) dominar su propia animalidad constitutiva, así como la de sus congéneres”48.
El propio Sloterdijk se refiere al Político de Platón en términos de “antropotécnica política” cuyo objetivo sería “emprender una nueva crianza sistemática de ejemplares humanos más próximos al arquetipo”49. Es preciso no olvidar la sencilla y contundente misión -y definición- que Platón le asigna a la “ciencia política”: producir y criar seres vivos50. De ahí que Sloterdijk pueda hablar de un parque humano, o bien de una esfera o invernadero en tanto que “espacio antropotécnico”51. El filósofo alemán define ese espacio antropotécnico del siguiente modo:
La diferencia específica entre la teoría filosófica del espacio antropotécnico frente a la fisicalista arranca en el punto que yo defino como el receptáculo autógeno, es decir, la forma espacial surreal en la que sí-mismos plurales crean algo en su relación recíproca, lo que yo llamo esfera, justamente, un espacio psíquico de resonancia que es a la vez el microclima de sus habitantes y su invernadero. Mi tesis se plantea, por tanto, de una forma más antropológico-técnica que fisicalista. Digo que los hombres son seres que están obligados a producir el invernadero en el que ya se encuentran. Somos criaturas biológicas, neurológicas y culturales de un efecto invernadero y, en verdad, surgidas a partir de procesos de hominización primitivos. Allí donde los hombres se reúnen, surge una especie de invernadero de gestos, un invernadero de signos, un invernadero de ambiciones52.
De ahí que sea preciso entender por “política”, todos los problemas que en una u otra forma afectan a la comunidad53. Dado que la definición platónica establecía la politicidad del producir y el criar seres vivos, de ello se desprende, naturalmente, la politicidad de todo aquello que, de un modo u otro, afectase o pudiere afectar dicho proceso bio-zoo-político de producción y cría de animales humanos. La “relación” entre algo así como la “estética” y la “política” no es una simple “relación”, es, más bien, y en todo caso, una superposición en la que, a decir verdad, no hay la más mínima posibilidad de autonomía entre un “ámbito” y el otro. No hay ni división, ni separación, ni diferenciación y, por lo tanto, no hay ningún tipo de “relación”. Es, sencillamente, una misma actividad –híbrida, múltiple- de producción y cría la que, en su politicidad debe, necesariamente, golpear y tocar la sensibilidad (aísthesis), para cumplir la misión política de fabricar un animal urbano. Algo así como “la ciencia de la polis” y “la ciencia de la sensibilidad” (“política” y “éstetica”), sólo pueden ser “didácticamente” presentados y esbozados como “conceptos diferentes-diferenciados”; pero, a decir verdad, constituyen una misma e indisociable práctica de cría de formas urbanas de vida, donde la politicidad y la sensibilidad del sistema nervioso de aquel animal pronto a convertirse en un ciudadano, no pueden, de ningún modo y bajo ningún punto de vista, disociarse: si el animal logra adquirir la ciudadanía política (tras un largo y tenso proceso de domesticación y de cría), ello quiere decir, simplemente, que la polis ha “nacido” o ha logrado ser “implantada”, de un modo u otro, dentro del sistema nervioso de ese animal (se trata de un nacimiento absolutamente estético-político). Sobre los impulsos, sobre los instintos, sobre la sensibilidad, habrán sido tallados, de alguna forma, el nómos, el lógos, la ley de la ciudad.
Contra el intento de presentar una política desbiologizada (una política que no fuese ya desde su origen bio-zoo-política, es decir, intento de reformar y/o reorganizar los instintos y los impulsos), que desnaturalizaría por completo lo que algo así como la “política” pone en juego para la tradición Occidental ya a partir de la filosofía platónica, es que se vuelve de algún modo necesario resaltar que el “campo de operaciones” de la “política” (que, no debe ser pasado por alto, es siempre ya techné, es decir, arte, es decir, técnica) es siempre una “vida biológica” que, operación antropotecnológica mediante (y sólo habiendo pasado por una operación tal) podrá, recién ahí, incorporarse al gran cuerpo de la Ciudad. Dado que la operación aristotélica de “cercado” o “limitación” de la “terrible afirmación platónica de la política como poder sobre la vida” 54 ha tenido cierto éxito y ha conseguido desbiologizar, de algún modo, buena parte de las discusiones o debates en torno a la “política”, resulta necesario, para poner de manifiesto el modo en que un bio-zoo-poder instituye carne humana (es decir, fabrica hombres), analizar una noción que ocupa, dentro del pensamiento platónico, un lugar preponderante: la paideía. En un pasaje de La doctrina platónica de la verdad, Martin Heidegger escribe:
la palabra que mejor responde al nombre paideía, aunque no del todo, es el término alemán ‘Bildung’ (formación). Lógicamente tenemos que devolverle a la palabra toda su fuerza significativa originaria y olvidar la incorrecta interpretación que adoptó a finales del siglo XIX. ‘Bildung’ significa dos cosas: por un lado, es un formar en el sentido de ir desarrollando un carácter. Pero este ‘formar’ también ‘forma’ (imprime carácter) conformándose anticipadamente de acuerdo con una visión que da la medida y que por eso se llama pre-forma o modelo. ‘Formación’ es por lo tanto imprimir carácter y dejarse guiar por una imagen. La esencia contraria a la paideía es la apaideusía, la falta de formación. En ella ni se despierta el desarrollo de la posición fundamental ni se dispone ningún modelo normalizador55.
La imagen-modelo (Bild) es la operadora de toda verdadera formación (Bildung); el giro empleado por Heidegger –“dejarse guiar por una imagen”- es contundente: la imagen no es sino el vehículo de una antropogénesis; el marcador que señala y espacía el rumbo vital que una criatura debe transitar para devenir hombre (o bien, para permanecer siempre en vías de serlo). El modelo-imagen es el vehículo de una consigna mítico-antropogénetica: la humanidad del animal llamado a urbanizarse (a vivir apelmazadamente con sus congéneres) es siempre un camino, una apuesta, un desafío. La paideía es aquel espacio metafísico que espacía un cúmulo de impulsos caóticos, de un ser capaz de autodominio (psico-fisiológico) de sí, a partir de un “modelo normalizador”56 que habilita todo el juego pedagógico de los modelos, las copias y los simulacros (es decir: de los buenos imitadores y de los farsantes). Heidegger también se refiere a la paideía en términos de “cambio de dirección” o “traslado”, de cara a una “adaptación”57; en el sistema filosófico (mítico-pedagógico) platónico aquella mudanza ontológico-espiritual ha sido consagrada con la célebre imagen de la caverna. Se pierde lo esencial de toda pedagogía o antropoplástica si la discusión se centra en la “realidad” o “irrealidad” de una tal narración. No es lo importante si, en el mundo, efectivamente, hay esos dos lugares, o si, efectivamente, existe un tal desequilibrio ontológico entre dos “ámbitos”; o bien, si, efectivamente, existe la posibilidad de que un gran pedagogo pueda ser el mediador que viaja de un “lugar” a otro. La esencia de algo así como una “alegoría de la caverna” no está nunca en el contenido “efectivo” de la historia narrada; ni siquiera está en su puro ser-narrada. Su esencia, en cambio, consiste en generar, sencillamente, una suerte de desequilibrio ontológico que deprecia a los entes en su ser-ahora y en su ser-aquí para, de ese modo, predisponerlos, pre-prepararlos, para realizar esa mudanza ontológico-política que puede tomar, por turnos, o bien el nombre de paideía, o bien el de política.
No se trata tanto de entrar en una suerte de disputatio en torno a la centralidad de la paideía para los griegos, y tal vez ni siquiera se trata, en definitiva, de fundamentar una tal centralidad en la propia obra platónica (si se trata, o no, de un gran sistema educativo ante el cual, todo lo otro, se supedita). Se trata, en cambio, y en consonancia con lo que se señalaba anteriormente, de analizar la “biologización” o la “desbiologización” de algo así como la noción de “política”. Para comprender lo que el propio Platón pone en juego cuando utiliza la palabra “política”, es posible hablar de una “biopolítica” o de una “zoopolítica” (para resaltar que la actividad política consiste justamente en imprimirle un cierto bíos a un animal), o bien, hablar, sencillamente, y sin mas, de la paideía. Si la “política” ha sufrido una suerte de “desbiologización” que habría, por así decir, “ocultado su esencia” o su “vocación originaria”, nada de eso, desde Platón, hasta nosotros, ha sucedido con la paideía. Aquel “cercado” levantado sobre “lo político”, que de algún modo “impide” o “bloquea” un “diálogo” directo y sin intermediaciones entre “vida” y “poder” (desde el momento en que se interpone todo un andamiaje institucional “abstracto”, “leyes formales”, “partidos”, “burocracias”, etc.), tal vez sea más débil o más permeable en el caso de eso que menta la palabra paideía y que nosotros llamaríamos tanto “educación” como “cultura”. Es preciso señalar que ya el propio Platón, anticipándose a Aristóteles y de algún modo reaccionando contra la “brutalidad” de su propia constatación en Político (donde sin ambages definía a la política como una actividad de producción y cría de seres vivos), intentará, él mismo, una suerte de “desbiologización” para que el propio proyecto ideal de educación, esbozado en República, y donde directamente no hay leyes (puesto que la existencia de leyes testimonia el fracaso de una educación que debe inscribir la ley en el interior del alma), pueda probar suerte en este mundo deformado; para ello Platón deberá transigir con las leyes y las instituciones. Es decir: puesto que el ideal no es alcanzable (sin importar, en este punto, si es ahora o siempre inalcanzable), puesto que no es posible que la educación integral del individuo y la formación de la personalidad humana ya hayan triunfado de antemano, puesto que no es posible obtener aquel producto sin una intensa actividad pedagógica que reforme el formar mismo (es la célebre querella pedagógica entre Platón y los sofistas, en torno a cómo formar mejores especímenes), ergo, será lícito –considerará Platón en Leyes- valerse y hacer uso de “leyes” para, algún día, alcanzar aquel ideal que torne inoperosas tanto a las leyes como a las instituciones (bajo el paradigma gubernamental del dios ido, su retorno importa la automática caducidad de toda institución humano-mundana). Por eso el “gesto desbiologizador” del propio Platón estaría dado por su transigir con la función de suplencia de las leyes (que son defectuosas porque hablan de manera general, porque no pueden conducir y obligar a cada uno en su caso concreto, como sí lo haría el dios ido retornante).
Excurso: Desde el Político hay discursos que hablan de la comunidad humana como si se tratara de un parque zoológico que al mismo tiempo fuese temático.58 “El sostenimiento de hombres en parques o en ciudades se revela como una tarea zoopolítica. Aquello que se presenta como una reflexión política es, en realidad, una declaración de principios sobre las normas para la gestión empresarial de parques humanos. Por lo que respecta al zoo platónico y a su nueva organización, lo que se debe indagar es si entre la población y los directores existe una diferencia solamente gradual o una específica. Pues, bajo el primer supuesto, la diferencia entre los cuidadores de hombres y sus protegidos sería sólo casual y pragmática: en este caso podría atribuírsele al rebaño la capacidad de ir eligiendo por turno a sus pastores. Si, por el contrario, entre los directores del zoo y los habitantes del zoo reina una diferencia específica, entonces serían tan distintos entre sí que no sería aconsejable una dirección elegida, sino solo una dirección con conocimiento de causa. Si se descarta por incierta y engañosa la forma tiránica, nos queda entonces el verdadero arte de la política, que se define como 'el cuidado voluntario de rebaños de seres voluntarios'. El fundamento auténtico y verdadero del arte real no hay que buscarlo, según Platón, en el voto de unos conciudadanos que ofrecen o retiran a voluntad su confianza al político; tampoco reside en privilegios heredados ni usurpados.”59 El gobernante platónico sólo encuentra la razón de ser de su gobierno en un saber experto de lo más inusual y de lo más juicioso, aún cuando siempre acechará el fantasma de una monarquía de expertos cuyo fundamento jurídico sea el conocimiento acerca de cómo se ha de organizar y agrupar al rebaño humano./
A diferencia de la ley –esa pintura normativa vaga y muda-, el dios ejerce un imperio inmediato sobre cada singularidad viviente. La ley, por su parte, no puede más que, con su “proemio”, exhortar y convencer al viviente que es su interlocutor, a que la respete y se conduzca según sus estipulaciones. Pero el dios no exhorta, no pide, no convence: mueve directamente. De ahí que el proyecto bio-zoo-político platónico encuentre su realización política, jurídico-política, con la supresión de una maquinaria legal siempre imperfecta que deberá, de un momento a otro, ser sustituida por un orden político-educativo sin leyes, donde cada alma se mueva a sí misma, a partir de la internalización o la absorción de la sabiduría del dios. En ese caso –y sólo en ese caso- el dios mueve inmediatamente la biología (sin mediaciones legales, retóricas, discursivas). Es en ese sentido que puede concebirse al diálogo Leyes como la síntesis del proyecto socio-político-pedagógico platónico de desterritorialización eidética y reterritorialización cavernosa. Leyes sería, en ese caso, el gran programa de gobierno para la caverna vigente. Abandonado el ideal educativo de República que torna ociosas las leyes, será preciso, ya en Leyes, vehiculizar la reforma y empezar a tender hacia el ideal, con las herramientas viles que la propia situación socio-histórica de la caverna le ofrece al reformador en su tiempo histórico. Esa herramienta ruin es la ley, y el reformador está obligado a efectuar algunas concesiones si es que quiere que algún día su ideal se inscriba sobre la carne. La dimensión “desbiologizadora” de Leyes estaría dada por la renuncia (o la imposibilidad) -que ya estaba incluso esbozada en Político dado que el dios estaba ido- a ejercer un contralor inmediato sobre los procesos psico-fisiológicos del viviente. La suplencia legal tiene como tarea gobernar y regular una dimensión psico-fisiológica que sólo el dios podría, en última instancia, dominar implacablemente, irreversiblemente, sin resto. Las leyes no dejan de ser, en el fondo, y desde la perspectiva platónica, una suerte de comedia entablada entre un poeta-legislador y el rebaño de animales urbanos a su cargo. Leyes está en las antípodas del momento mesiánico-escatológico de la reversión, del retorno del dios ido, puesto que un momento tal, sólo habrá tenido lugar cuando la propia conciencia (como embajadora de la polis) regule y gobierne, de manera directa e inmediata, sin resto, los procesos psico-fisiológicos, según una ley divina, sin ley, y que ya no se manifiesta ni se explicita, sino que se operacionaliza como una pura marcha, como un puro funcionamiento (psico-bio-fisiológico).
Ahora bien, a decir verdad, no hay, no puede haber, nunca, algo así como una “desbiologización” de la actividad “política”, puesto que, la función que Platón –con su filosofía, con la filosofía- le atribuye a la palabra (al lógos) es justamente operar sobre las almas-psiquis que están llamadas a conquistar un cuerpo animal. El intento de “desbiologizar” sería, en tal caso, el intento por hacer creer que entre las palabras (gráficas o sonoras) y los cuerpos, no existe ninguna “relación”. Y en verdad, la palabra filosófica es ella misma concebida, desde Platón, como una suerte de dispositivo pulsional cuya misión esencial es fabricar un hombre virtuoso, es decir: un animal capaz de auto-dominarse humanamente. De ahí que el lógos (los discursos, las músicas, las imágenes) trabaje siempre ya psico-fisiológicamente, golpeando, de un modo u otro, para surtir determinados efectos, el sistema nervioso central de aquel animal que está en vías de urbanizarse. Un lógos que no modulara la psico-bio-fisiología sería un puro ruido, un puro barullo, un hablar bárbaro. Pero desde el momento en que el lógos está llamado a prestar servicios patrióticos, el mythos se convierte en algo absolutamente sagrado, en algo absolutamente fundamental (el mito es lo que proporciona modelos a la conducta humana60, dice Mircea Eliade): es el canal a través del cual se demarca el largo camino –de y hacia- la areté, con la exhibición de ciertas conductas paradigmáticas o arquetípicas, a partir de ciertos héroes u hombres-dioses. Dichos discursos o relatos míticos son absolutamente reales en tanto que performadores –es decir, prefiguradores- de qué es en verdad una vida virtuosa: el “idealismo” de Platón no es sino un “realismo pedagógico”61. Habría que decir -para comprender en su verdadera dimensión el mythos y “lo mítico”- que la pedagogía es, ella misma, esencialmente, absolutamente, mítica; o, más aún: es ella misma la fuerza mítica, es decir, técnico-artística, que fabrica ejemplares humanos a partir de una cierta iluminación eidético-paradigmática (absolutamente real, absolutamente no irreal, en la medida que diseña el tipo de bíos al que un determinado animal estará llamado a plegarse). La “mito-política” es eso: es la aleación político-discursiva llamada a formar y modular la carne humana (Ludueña Romandini señala: “el designio final de la teología es (…) fabricar lo humano”62). Es un verdadero malentendido pensar “lo mítico” en términos de referencialidad, en términos de “reenvíos” o de “referencias” a entidades existentes o inexistentes: el mito es una fuerza plástica, un operador de creencia; es una palabra viva en el sentido de que “ingresa” a un sistema nervioso para decirle algo acerca del rumbo existencial; el mito es un programa (de gobierno de la vida). Sin mito no habría virtud, y, por lo tanto, no habría paradigma arquetípico de hominización capaz de efectuar una antropogénesis sobre un animal infante. Decir, por ejemplo, que “el hombre es un mito”, no tiene nada que ver con un “juicio de existencia”; interpretarlo en ese sentido sería un grave error. La miticidad del hombre sería, en todo caso, otra forma de expresar su carácter antropoplástico. El ánthropos no sería, entonces, sino el efecto de una incesante tarea mítico-pedagógica que, en la filosofía platónica -pero no sólo en ella-, se confunde de parte a parte con eso que el Occidente ha llamado -en tanto que voluntad técnica de formar o acuñar hombres a partir de un cierto paradigma arquetípico- política.