Observaciones Filosóficas - Nietzsche y Freud, Negociación, culpa y crueldad: Las pulsiones y sus destinos, "Eros" y "Thanatos" (agresividad y destructividad)
La historia de los puntos de vista de Freud sobre la pulsión3 agresiva o de destrucción es compleja, aquí sólo se la puede reseñar de manera sumaria.
Quizá lo más notable del estudio que hizo Freud de la agresión sea el que hasta 1920 apenas prestara atención a la agresividad y la destructividad humanas. El propio Freud reconocía que desde siempre había sentido una cierta reticencia a aceptar la idea de una pulsión destructora independiente. En El malestar en la cultura4 escribió:
“No puedo comprender cómo pudimos pasar de largo ante la universidad de la agresión no erótica y la destrucción, y de qué modo pudimos omitir concederle la significación a la que tiene pleno derecho en nuestra interpretación de la vida”.5 –Y añade: “Recuerdo mi propia actitud defensiva, cuando la idea de una pulsión de destrucción apareció por primera vez en la literatura psicoanalítica, y el tiempo que me fue necesario para que esa idea se hiciese accesible para mi.”6
Sin
embargo, es interesante observar que Freud, aún cuando estaba bien
impuesto ya desde el comienzo sobre los aspectos salvajes de la
naturaleza humana y sus impulsos mortíferos, no hubiese reflexionado
antes de 1915 sobre su aspecto nosológico. Ciertas resistencias
relacionadas con su ruptura con Adler debieron precisamente
desempeñar algún papel en eso. Es sabido que Adler7
postulaba ya desde 1908 la existencia de una pulsión
agresiva primaria.
Y sin embargo, según observa Ernest Jones8,
la concepción de Adler es más sociológica que psicológica, pues
la entendía como una lucha por el poder y con el fin de garantizar
la superioridad. La concepción freudiana bordeaba en cambio la
biología como la química y la física.
También
para entender esta peculiar resistencia o punto ciego de Freud ante
la agresividad dominante en el ser humano es necesario volver la
vista para situarse en el ambiente de la clase media europea antes de
la primera guerra mundial. No había habido guerras de importancia
desde 1871 (guerra franco-prusiana). La burguesía iba progresando
constantemente, tanto en lo político, lo social y lo epidemiológico,
de allí que el antagonismo entre las clases se iba reduciendo. El
mundo parecía pacífico y cada vez más civilizado, sin embargo se
incubaban poderosos bancos de ira9
que darían lugar a los cruentos sucesos de la primera Guerra
Mundial10,
que dejó 10 millones de muertos. El mundo asistió atónito, al
poder destructor empleado por los seres humanos, enfrentados en una
contienda de una atrocidad sin precedentes. El ser humano dejaba a la
vista lo peor de sí, su condición predadora y asesina. Es así como
Freud llega a afirmar:
.estos jóvenes viejos no se preguntan...
cuantas viviendas faltan en nuestros países... y a veces ni en su
propio país... hay muchos médicos que no comprenden... que la salud
se compra.. y que hay miles... y miles... y miles de hombres y
mujeres en america latina... que no pueden comprar la salud...
“el ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de crueldad (…) el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo”.11
Al
igual que otros de sus contemporáneos Freud quedó impresionado por
las experiencias de la primera guerra mundial. La explosión de las
fuerzas destructivas representó para él el final de la ilusión
del progreso
imparable de la humanidad. Al respecto, afirmó que se comenzaba a
mostrar que “los hombres cometen actos de crueldad, perfidia,
traición y barbarie, sin justificación alguna”12
y advierte la persistencia del mal, reafirmando la imposibilidad de
erradicar los impulsos egoístas, destructivos y crueles. Freud
develó y compuso el catálogo de los espantos y horrores de los que
el ser humano, como animal asesino, llegaría a ser capaz de
producir. De modo que pareciera que “nada es más humano que el
crimen. Lo que parece más inhumano ha sido reintroducido en lo
humano por Freud (…) El núcleo del sueño es la transgresión de
la ley, sus contenidos –sadismo, crueldad, perversión, incesto–
son deseos reprimidos. Se sueña contra la ley (…) de allí que
quien sueña delinque”.13
Sin embargo, como hemos anticipado, en sus escritos iniciales, Freud examinó la pulsión agresiva predominantemente en el contexto del sadismo y sin asignarle una dimensión predeterminante. Sus primeros análisis extensos del sadismo se hallan en Tres ensayos de teoría sexual (1905).14 En el primero de los ensayos Freud consideraba la agresividad uno de los instintos componentes del instinto sexual. Y decía: “El sadismo correspondería así a un componente agresivo del instinto sexual independizado y exagerado y, por desplazamiento, usurpador de la posición principal”.15 Sin embargo, en el segundo ensayo reconocía la primitiva independencia de las mociones (Triebregung)16 agresivas17: “Tenernos derecho a suponer que las mociones crueles fluyen de fuentes en realidad independientes de la sexualidad, pero que ambas pueden entrar en conexión tempranamente ... “. Las fuentes independientes señaladas debían reconducirse a las pulsiones de autoconservación.
Freud también había reparado en el hecho clínico de “la compulsión a la repetición”, concebida como un proceso incoercible, de origen inconsciente en que el individuo tiende a reproducir experiencias antiguas de displacer y dolor, sin conciencia de estar repitiendo y más aún con la idea que se trata de una experiencia completamente motivada en lo actual.
Freud había considerado anteriormente la repetición como parte de la definición del inconsciente y del retorno de lo reprimido. La acción de repetir obedecía a la presión de impulsos en busca de satisfacción. Desde esta perspectiva se entienden los síntomas, los sueños y la repetición en la transferencia, como una necesidad del conflicto reprimido de actualizarse. Tal como señala Freud en 1919: "...lo que ha permanecido incomprendido retorna; como alma en pena, no descansa hasta encontrar solución y liberación"18. Hasta entonces, Freud consideraba la repetición como la forma básica del trabajo psíquico, como un modo de ligar las excitaciones a representaciones mentales para poder así mitigarlas y elaborarlas.
En 191419 Freud considera que repetir es una forma de recordar y que las repeticiones que se muestran en la transferencia llevan luego al despertar de los recuerdos, en la medida en que el analista logre traducir la acción en palabras. La repetición estaría en ese caso subordinada al principio del placer al posibilitar la simbolización.
Sin embargo, la compulsión a la repetición que Freud busca mostrar en Más allá del principio del placer20 se refiere a un residuo donde la repetición se sitúa en un primer plano. Freud entiende la compulsión a la repetición como una manifestación de la pulsión de muerte, caracterizada por una tendencia más elemental e independiente de la obtención de placer, que obedece a la necesidad de repetir compulsivamente lo ingrato (el displacer), y donde no es posible encontrar el deseo de satisfacción, ni siquiera en forma de transacción o compromiso21. Esta compulsión ejerce su actividad en muy diversos registros, contradiciendo al principio del placer. De acuerdo a Freud: "... la repetición trae consigo la producción de un placer de otro tipo, una producción más directa"22. Aún más: "...la compulsión a la repetición nos aparece como más originaria, más elemental, más pulsional que el principio del placer que ella destrona".23
Pero, como suele suceder con Freud, todo esto, muy en contraste con la línea principal de su teoría general, estos pensamientos latentes, no se explicitan con toda su fuerza hasta mucho después. En la sección 4ª de Una teoría sexual (1905) escribe: “Puede suponerse que los impulsos de la crueldad nacen de fuentes de hecho independientes de la sexualidad, pero unidas a ella en una fase primitiva”.24
En la edición de 1915 de los Tres ensayos se modificó este pasaje, consignando en su lugar que “la moción cruel proviene de la pulsión de apoderamiento” y eliminando la frase sobre su independencia respecto de la sexualidad.
Es
así que Freud hasta 1915, esto es, durante los veinte primeros años
de sus trabajos, se limitó a definir los términos del conflicto
mental como derivados, por una parte de las pulsiones del Yo,
y en particular del instinto de conservación.
El 1914, la que
fuera la primera formulación de Freud fue puesta en cuestión, pues
razones convincentes25
le llevaron a introducir el concepto de narcisismo,26
y a incluir en ese amor por uno mismo la pulsión de conservación.
En Los instintos y sus destinos (1915) continuaba Freud ambos pensamientos: el de la destructividad, componente del instinto sexual y el de la fuerza independiente de sexualidad. Pero en este mismo trabajo adopta también Freud la otra posición ya expuesta en Una teoría sexual –si bien la alteró en 1915–, a saber la de una agresividad independiente del instinto sexual. Esta hipótesis alternativa supone que los instintos del ego son el origen de la agresividad.27
Más
adelante la pulsión de muerte sería designada asimismo con el
nombre de Tánatos, en oposición al “divino Eros”, que
representaba a la pulsión de la vida” Excepto en conversaciones
privadas, Freud utilizaba indistintamente los términos de pulsión
de muerte o de pulsión de destrucción; pero en una discusión con
Einstein a propósito de la guerra, establecería una distinción
entre ambos. La pulsión de muerte estaría dirigida contra sí
mismo, mientras que la segunda, derivada de aquélla, estaría
dirigida contra el mundo exterior. En 1909 Stekel28
había ya utilizado el término de Tánatos para designar un anhelo
de muerte, pero le había de corresponder a Paul Federn la difusión
del término en su acepción presente.
No
fue sino hasta que Freud
estableció la hipótesis de una “pulsión de muerte” que salió
a luz una pulsión agresiva realmente independiente;
esto ocurrió en Más
allá del principio de placer
(1920)29,
en particular en el capítulo VI, si bien cabe destacar que incluso
en ese escrito y en otros posteriores, como en el capítulo IV de El
yo y el ello
(1923)– la pulsión agresiva era aún algo secundario, que derivaba
de la primaria pulsión de muerte, autodestructiva. Y lo mismo es
válido para El
Malestar en la Cultura
30
–aunque aquí el énfasis recae mucho más en las manifestaciones
exteriores de la pulsión de muerte– y para los subsiguientes
exámenes del problema en la 32ª de las Nuevas
conferencias de introducción al psicoanálisis
(1933) y en diversos lugares de su Esquema
del psicoanálisis
(1940).31
En la década final de su vida, Freud, hace provenir a la culpa de la renuncia a la “hostilidad y placer de agredir” (1932) y poco después (1933-31a) la define como la “tensión entre el yo y el superyó” (no ya con el ideal del que es “portador”) que conlleva su “complemento erótico”, la “inferioridad moral”, aunque aludirá también a una culpa como “sentimiento inconsciente”, “porción de agresión interiorizada y asumida por el superyó”. Éste, con función de “conciencia moral”, “lleva a cabo” la represión, que podría ser de “rigor despiadado, aunque la educación fuera indulgente”). “Comandado por las primerísimas figuras parentales”, las identificaciones con “padres posteriores” al Edipo “no influyen más”. Reiterará que el masoquismo, “más antiguo que el sadismo” es “la pulsión de destrucción vuelta hacia fuera” o sea, “destruir a otras personas o cosas para no destruirnos”. “Una parte” de la pulsión agresiva que “regresa del exterior” será “ligada por el superyó y vuelta así contra el yo”, tras sobrepasar una “guarnición militar” y otra quedará “libre” con “actividad muda”.
Es así como la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada”.
Freud utilizará el termino de “super-ego”, para referirse a la presión institucional de estas instancias externas, que al modo de un celoso y severo guardián de las normas morales, procura actuar como un dique de contención sobre la conciencia del “yo”, el cual debe evitar que los ocultos instintos provenientes de la zona inconsciente del “ello”, se exterioricen de forma directa y espontánea, sin adaptarse a los convencionalismos y creencias del mundo externo.
En su opinión, el sentimiento de culpabilidad se incuba progresivamente en la conciencia del “yo”, como estructura diferenciada del “ello”, cuando entran en conflicto sus imperiosas tendencias, con las impositivas y represoras exigencias del super-ego”, como estructura diferenciada del “yo”: “El sentimiento de culpabilidad, afirma en El Malestar de la Cultura, es la percepción que tiene el “yo” de la vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del “super-Yo”.32 Freud piensa que el “super-Yo” como garante de la racionalidad social, debería utilizar su poder, no para imponer coercitivamente sus normas morales, sino para despejar las trabas a la apetitivo orgánico y facilitar su satisfacción. De ahí su animadversión por la función del super-ego, cuya estructura social se opone a este despliegue y lo reprime.
Para
el psicoanalista vienés, según la intensidad de interiorización de
las exigencias morales impuestas por la autoridad del “super-ego”,
autoridad derivada del temor del yo infantil, emergerá, con mayor o
menor grado el propio sentimiento de culpa: “Cuando la autoridad es
internalizada al establecerse un “super-yo”, los fenómenos de la
conciencia son elevados a un nuevo nivel, y en consecuencia, sólo
entonces se puede hablar de conciencia moral y de sentimiento de
culpabilidad.33
Allí, en términos de Nietzsche el hombre se hace su alma.
Para Freud: “La conciencia de culpa preexiste a la falta; la culpa no procede de la falta, sino a la inversa, la falta proviene de la conciencia de culpa. A estas personas es lícito designarlas como 'criminales' por sentimiento de culpabilidad”.34 Así el hombre es culpable no por acción, sino por condición, es potencialmente un criminal. Su crimen reside en la fantasía y en los deseos culpables de la infancia, porque la pulsión de muerte exigió y obtuvo, de una u otra manera, una satisfacción. Las satisfacciones disfrazadas, secretas, latentes se manifiestan por síntomas: la culpabilidad es asimilable a esos síntomas. La institución ya semi-neurótica de un acusador, de un fiscal del otro, del superyó es el agente de la pulsión de muerte.35
“Cuanto más inocentes somos, es decir, cuanto mejor nos apartamos de nuestras pulsiones agresivas, más pasan éstas al servicio del superyó y mejor armado está para torturarnos. Así los más 'inocentes' llevan la carga más pesada de culpabilidad.”36
Freud estaba persuadido de que era propio de la naturaleza misma de la doctrina analítica, en lo que respecta –por ejemplo– a esta concepción de la culpa, presentarse como chocante y subversiva.
Cuando Freud navegaba hacia los Estados Unidos para pronunciar unas conferencias sobre Psicoanálisis, –con su habitual humor cáustico– decía a sus compañeros de viaje: “Ellos piensan que les traemos la cura cuando en realidad les traemos la peste".37
Freud previó en varias ocasiones que el psicoanálisis hallaría su verdadera tierra de promisión en Norteamérica. La buena acogida que se le dispensó en 1909 en la Universidad de Worcester, en contraste con la hostilidad crónica que en Viena se cernía hacia su persona y su obra, está en el origen de esta apreciación. Mas, a pesar de ello, Freud insistió en que la lucha por el psicoanálisis tenía que decidirse en los viejos centros de cultura, en la vieja Europa que tanta resistencia le oponía a sus teorías.
Durante un discurso pronunciado en Viena en 1955, muy cerca de la casa de Freud, Jacques Lacan desarrolló la idea muy francesa y muy surrealista –piénsese en Antonin Artaud– según la cual la invención freudiana sería comparable a una epidemia susceptible de invertir los poderes de la norma, de la higiene y del orden social: la peste. Europa contra Estados Unidos.
“Así es –afirmó ese día– como la frase de Freud a Jung, de cuya boca la conozco, cuando, invitados los dos en la Clark University, tuvieron a la vista el puerto de Nueva York y la célebre estatua que alumbra al universo: ‘No saben que les traemos la peste’, le es enviada de rebote como sanción de una hybris cuyo turbio resplandor no apagan la antífrasis y su negrura. La Némesis, para agarrar en la trampa a su autor, sólo tuvo que tomarle la palabra. Podríamos temer que hubiese añadido un billete de regreso en primera clase.”38
Efectivamente
el psicoanálisis es un jarabe duro de tragar, que atenta contra el
narcisismo primario,
atenta contra la auto-complacencia humana, el bien y el mal a menudo
no son más que construcciones culturales y sociales con lo que gran
parte de lo mejor de nosotros mismos es víctima de una represión.
“La singularidad del psicoanálisis, la singularidad que le confiere toda su fuerza de ruptura y roda su amplitud de época, consiste en haber inaugurado un modo de pensamiento que disuelve el sentido por principio, que no sólo simplemente lo reenvía fuera de la verdad y fuera del rigor (como podían hacerlo, aun en tiempos de Freud, otros vieneses), sino que destituye el sentido por principio, reconduciéndolo a su demanda y exponiendo la verdad como decepción de la demanda.”39
En la medida en que el psicoanálisis se coloca por principio bajo el signo de una terapia, y aunque fuese a la mayor distancia de toda normalización y ´confortación del Yo`, pero en la medida en que precisamente no señala nada en el mundo que pueda llamarse estado normal o sano y a partir de lo cual pueda regular su proceder, el psicoanálisis no puede ser concebido simplemente como una terapia interna del mundo; pero por otra parte tampoco puede evitar enfocarse la terapia del mundo mismo, de ´todo el mundo`. Eso es a lo que El Malestar en la cultura parece responder con su constatación de impotencia. Pero es lo que acaso deberíamos comprender de manera distinta hoy en día: no es que el mundo sea incurable, es que sencillamente no está allí para ser curado.40
Volviendo
sobre el mítico viaje de Freud a EE.UU. recreando la lúgubre figura
de Nosferatu podemos señalar que fue precisamente el expresionismo
alemán el que aportó el marco idóneo para elaborar el temor a lo
sobrenatural41,
lo onírico (bello y siniestro) y la estética de 'diablérie'.
Influido indirectamente por el Romanticismo fue el viejo Schopenhauer
quien dio cuenta de la inquietante serenidad de mármoles y estatuas,
la estricta jerarquía de cánones y valores que era barrida por un
viento originado en las turbulencias del sujeto. Cabe precisar, sin
embargo, que Schelling, Fichte e incluso Hegel, son quienes
manifiestan una tendencia romántica, en Schopenhauer hallaríamos,
más bien, algo más cercano a lo que, en el mundo del arte, se
conocería como Expresionismo.
Mientras los románticos
auténticos morían o enloquecían antes de cumplir los treinta, los
otros precisamente a esa edad ingresaban al servicio del Estado o
restablecían sus mentes perturbadas con el agua bendita de la
Iglesia Católica. Ante este panorama demencial nada tenía de raro
que el mismo Goethe pronunciase la sentencia: lo clásico es lo sano,
lo romántico es lo
enfermo.42
Así el Nosferatu de Murnau aparece como emulación de la pesadilla que la historia de Dracula (Bram Stoker) requería. El conde Orlok es un ser de fisonomía imposible; grotesco, siempre cobijado en lugares lóbregos, artífice de la peste bubónica... Es un fantasma que habita un ignoto castillo erigido como monumento a su soledad; la soledad del monstruo. Lo que predomina durante 'Nosferatu' es el temor a un ser que trae la peste y –con ello– maldición y mortandad.
La llegada del barco al puerto con Nosferatu de pie sobre la cubierta es una escena imborrable, sobrecogedora, definitiva. Pero, ¿qué trae el vampiro a la ciudad, qué terrible carga lo acompaña? Trae la peste, pues el barco está lleno de ratas. También aparecen las ratas, incontables ratas en ebullición, en la lúgubre mansión de Carfax de la novela de Stoker, aunque huyen despavoridas ante la presencia de los perros que lleva el grupo intruso encabezado por Van Helsing. En la película de Murnau el mal se identifica con la epidemia de peste bubónica, de innegables resonancias bajomedievales, una evocación temporal que está en la propia estética, en la puesta en escena y en los decorados del filme, algo que ni mucho menos es ajeno al expresionismo cinematográfico alemán, poderosa corriente artística del periodo de la República de Weimar a la que pertenece la obra. Pero el guionista, con aquella imprevista comunicación telepática, no sólo está indicando el “poder sobrenatural del amor”, sino que quien vence al vampiro, quien lo destruye definitivamente, es la joven esposa, Ellen Hutter, pues lo espera y permite que se introduzca en su habitación, reteniéndolo hasta que se hace de día y Nosferatu se desvanece. La pureza, la inocencia, han vencido al mal.43
Cabe revisar la capitulación del Psicoanálisis como “crítica cultural” en manos de los neofreudianos, que han “reorientado” –domesticado– el psicoanálisis “hacia la tradicional psicología consciente de textura prefreudiana”
La afirmación de Freud en su viaje acerca que en lugar de llevar la salud “les trae la peste", es una iluminadora metáfora de los aspectos subversivos de su psicoanálisis. Lamentablemente la institucionalización ulterior de los grupos psicoanalíticos, incluyendo el de Viena que comanda el propio Freud, los pone en la antípoda: su quehacer se domestica y se torna funcional a las normas de la cultura –individualista y neoliberal– y a las condiciones de la sociedad de consumo y los sistemas políticos conservadores; y su práctica se torna elitista, restringida a los sectores medio-altos de la población, a esa suerte de intelectualidad neoyorquina. Freud crea una disciplina heurística, que, como todas ellas, alberga en su seno el germen de su propia consunción. Renuncia a la demostración de los postulados, reemplazándola por las afirmaciones dogmáticas, descalificadoras frente a toda disidencia, por la masificación ideológica y el abaratamiento conceptual y problemático. Los distintos desarrollos post-freudianos retoman y exageran estos vicios epistemológicos, agregándole un desprecio visceral a cualquier método cuantitativo.
Entre la frase de Freud: “¡No saben qué les traemos la peste...!” y la aceptación de esta disciplina e incluso su popularización en el contexto cultural de la masa, debida a estos hombres de la segunda generación de psicoanalistas parecería haber una distancia, un deslizamiento.
El ataque de Lacan a la Psicología del Yo, no busca adaptar al hombre al american way of life, ni es una teoría de la libre empresa. Se trata de otro fenómeno. Es un medio dónde el positivismo de la psicología oficial impregna toda la actividad científica, entonces esta clase de psicología intenta cumplir con las exigencias propias de éstas demandas.
De una manera o de otra, se trata quizá de un salto, en el que la teoría cedió a las necesidades de consumo espiritual de esta nueva cultura, por otra parte, un paso estrictamente necesario para la supervivencia de estos refugiados.
Las diferencias se hacen patentes tras la muerte de Freud. El psicoanálisis se convierte en una psicoterapia que busca perfeccionarse en su eficiencia. El psicoanalista se convierte en un especialista médico costoso, más preocupado por el reconocimiento público y las restricciones sociales, que por el estudio y el avance del desciframiento del Inconsciente. La técnica sufre transformaciones importantes y se vuelve a insistir en procurar el encuentro del “significado” del síntoma, alcanzar como meta del análisis, procurar “el crecimiento emocional del paciente”.
Las tesis mantenidas por los revisionistas neofreudianos han sido blanco de innumerables críticas. Basta aquí citar la de Herbert Marcuse en Eros y civilización44, en donde habla de que “la profunda dimensión del conflicto entre el individuo y su sociedad, entre la estructura instintiva y el campo de la conciencia fue allanada” por los neofreudianos, que han reorientado el psicoanálisis “hacia la tradicional psicología consciente de textura prefreudiana”. O la de Theodor W. Adorno, el cual critica el optimismo de Karen Horney y los neofreudianos, pues el hablar “del costado luminoso del individuo y de la sociedad, y no del sombrío, es exactamente la ideología oficialmente admitida y respetable», mientras que Freud, con su biologismo y su pesimismo, “apunta a la verdad sobre unas relaciones de las que nada se dice”.
Críticas aparte, debe decirse que la obra de Karen Horney45 está enraizada en una de las dicotomías originales del psicoanálisis: la de que éste, siendo por una parte una teoría crítica del individuo y de la sociedad, es, por otra, una terapia individual cuya función es adaptadora. La misión del psicoanálisis como terapia es la de restituir al individuo, alienado por su neurosis, a la sociedad.
Ahora bien, Eros y civilización, procura la reconciliación del marxismo con el pensamiento freudiano, demuestra ya un elemento esencial de la concepción marcusiana de la “sociedad industrial”. El psicoanálisis nace en plena época “liberal”, en la cual el “desarrollo del individuo libre” aparece como el motor del desarrollo económico y social. Freud demuestra que “la compulsión, el rechazo y la renunciación son el material que forma a la personalidad libre”. Como el joven Marx demostraba que el propio capitalismo estaba enajenado por el dinero. Pero Freud sólo psicoanalizaba a burgueses, a menudo marginales. Al llegar a Estados Unidos, Marcuse comprueba que el psicoanálisis, terapéutica liberatoria individual, se ha convertido en factor de integración: “Mientras el psicoanálisis reconocía que la enfermedad del individuo es, en última instancia, ocasionada y mantenida por la civilización, la terapéutica psicoanalítica intenta curar al individuo de manera que pueda continuar actuando como parte de una civilización enferma, sin capitular completamente ante ella”. La terapéutica es un curso de resignación que “transforma –decía Freud- la desgracia histérica en desdicha trivial”.46
Finalmente cabe precisar que en las teorizaciones Marcuse (como en las de E. Fromm), el ser humano es esencialmente un buen salvaje, víctima de estructuras sociales en cuya creación parece no haber intervenido, ni encontrar ningún beneficio; tan solo el sufrimiento de verse aprisionado e incapaz de rebelarse contra un sistema social inhumano que le impide, incluso, percibir su alienación. La represión ha pasado de ser (en Freud) un mecanismo que activa el individuo, con objeto de evitar un comportamiento propio que supone peligroso para sí mismo, a ser (en los freudomarxistas) parte de una maquinaria al servicio del orden social.
En la amplia biografía de Ernest Jones sobre la vida y la obra de Freud, el autor menciona en varios párrafos las ideas de Nietzsche, algunos aforismos, e incluso señala influencias (aun en contra de la opinión del propio Freud). También es preciso señalar la estrecha relación de Freud con Lou Andreas Salomé, que había sido amiga y admiradora de Nietzsche, y que además escribió una biografía del filósofo.
Sobre la eventual influencia de Nietzsche sobre Freud, Jones señala que Freud lo negaba formalmente. La coincidencia entre la hipótesis tópica de Freud y el esquema nietzscheano se explica suficientemente por las preocupaciones “energéticas” comunes a ambos autores. Se advertirán más diferencias fundamentales que separan sus obras. Se puede imaginar lo que Nietzsche habría pensado de Freud: también ahí, habría denunciado una concepción demasiado “reactiva” de la vida psíquica, una ignorancia de la verdadera “actividad”, una impotencia para concebir y provocar la verdadera “transmutación”. Se puede imaginar con bastante verosimilitud ya que Freud tuvo entre sus discípulos a un auténtico nietzscheano. Otto Rank criticaría a Freud “la idea insulsa y opaca de sublimación”. Reprochaba a Freud no haber sabido liberar la voluntad de la mala conciencia o de la culpabilidad. Quería apoyarse en fuerzas internas del inconsciente desconocidas para el freudismo, y reemplazar la sublimación por una voluntad creadora y artística. Lo que le hacía decir: Soy a Freud lo que Nietzsche a Schopenhauer, declaraba47 Otto Rank.
El 1º de abril y el 28 de octubre de 1908 la Sociedad de Viena dedicó sendas sesiones a ocuparse de las obras de Nietzsche. En la primera de ellas Hitschmann leyó un fragmento de La genealogía de la moral48 de Nietzsche y propuso varias cuestiones para la discusión. Freud, por su parte, contó, como lo hizo en otras ocasiones, cómo el carácter abstracto de la filosofía en general le había chocado a tal punto que había renunciado a estudiarla. Nietzsche no había influido para nada en sus propias ideas. Había tratado de leerlo, pero su pensamiento le había resultado tan exuberante que había renunciado a la tentativa. En la segunda sesión Freud se explayó más acerca de la sorprendente personalidad de Nietzsche. Aquí hizo una serie de interesantísimas sugestiones que no quiero anticipar en este momento, pero más de una vez afirmó que el conocimiento que Nietzsche tenía de sí mismo era tan penetrante que superaba al de todo otro ser viviente conocido y acaso por conocer. Para provenir del primer explorador del inconsciente, es éste un hermoso cumplido.49 Vale la pena llamar la atención sobre una correspondencia realmente notable entre el concepto de Superyo y la exposición de Nietzsche sobre el origen de la "mala conciencia". Dice Nietzsche:
“Todos
los instintos que no encuentran un desahogo son un "volverse
hacia adentro, en un proceso de 'internalización': de ahí surgió
en el hombre el primer brote de lo que se llamó su alma.”
Todo el mundo interior del hombre se partió en dos cuando la
descarga externa quedó obstruida. Estas terribles barreras de
contención, con las que la organización social se protegió contra
los viejos instintos de libertad los castigos pertenecen a esa
barrera de contención trajo como resultado que todos esos instintos
del hombre salvaje, libre, aventurero, se volvieran contra "el
hombre mismo". La enemistad, la crueldad, el placer en la
persecución, en las sorpresas, el cambio, la destrucción, el
volverse estos instintos contra sus propios poseedores: esto fue el
origen de la "mala conciencia". Fue el hombre quien
faltándole enemigos y obstáculos externos, y aprisionado como
estaba en la estrechez opresiva y la monotonía de la costumbre, en
su propia impaciencia, lacerado, perseguido, corroído, perseguido y
maltratado; fue este animal en manos de su domador que se golpeó
contra los barrotes de su propia jaula; fue este ser quien
languideciente, consumiéndose de nostalgia por esa vida de que había
sido privado, se vio impulsado a crear desde las profundidades de su
propio ser una aventura, una cámara de tortura, un azaroso y
peligroso desierto; fue este loco, este prisionero lleno de nostalgia
y desesperación quien inventó "la mala conciencia". Pero
por este camino introdujo esta gravísima y siniestra enfermedad de
la que la humanidad no se ha recuperado aún, el sufrimiento del
hombre por culpa de la enfermedad llamada "hombre", como
resultado de una violenta ruptura con su pasado animal, el resultado,
por decirlo así, de zambullirse espasmódicamente en un nuevo
ambiente y nuevas condiciones de existencia, el resultado de una
declaración de guerra contra los viejos instintos, que hasta ese
momento habían sido el sello de su poder, su alegría, su formidable
grandeza”.50
Cabe apuntar que gran parte del mérito de Freud fue deshacerse (o disfrazar) del sesgo filosófico y humanista con el que se había formulado tempranamente la existencia de lo inconsciente (Schopenhauer y Nietzsche) y dotarlo, más bien, de un lenguaje psicologista afín con la ciencia de la época y lograr así “hacer entrar” al psicoanalisis en el “seguro camino de la ciencia” y ser declarado “método clínico” por el tribunal de la cultura que en ese momento no era sino la intelectualidad vienesa.
Como a William James y Pierre Janet, también a Sigmund Freud le había impresionado la rebelde realidad de los efectos telepáticos; no dudaba de que en ellos se reactivan funciones paleo-pscicológicas. Pero Freud, como buen estratega, no quiso hacer proclamaciones ruidosas; sabía que hubiera sido fatal para el movimiento psicoanalítico que él lo hubiera implicado en una batalla cultural entre modelos de comunicación oculto-arcaicos y modelos-ilustrados. Era consciente de que la suerte del psicoanálisis, como un cultivo de relaciones de proximidad específicamente moderno, estaba solo en su alianza con la Ilustración.51 De acuerdo con la esencia de la cosa también en las curas psicoanalíticas, como antes en el mesmerismo, habrían de presentarse aquellos efectos participativos preverbales pero que habían sido deformados bajo la ilusión individualista, convirtiéndose en secretos bizarros52.
5.- El concepto de culpa: La necesidad de castigo y la crueldad interiorizada.
¿Qué es esa cosa oscura que llamamos culpa? ¿Cuál es su origen y su modo de operar?
Tanto Freud como Nietzsche se han ocupado de la genealogía de este concepto53; cada uno, desde ámbitos distintos, es verdad, pero señalando elementos que en forma sorprendente confluyen.
Si
para Nietzsche, el castigo es una pseudoforma de justicia que
enmascara el afán de dominio y resentida venganza hacia los
culpables transgresores de las normas morales, para Freud, el castigo
será el procedimiento mediante el cual los atenazados por el
sentimiento de culpabilidad, mediante su ascética autoagresión,
buscan la catártica purificación de sus faltas y la amortiguación
de sus tensiones, generadas por las imposiciones y amenazas del
super-ego:
“La tensión creada entre el severo “super-yo” y el “yo” subordinado al mismo, lo calificamos de sentimiento de culpabilidad, que se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo”.54
El
hombre tiene la necesidad de ser castigado; intencionalmente es un
criminal, su crimen reside en la fantasía y en los deseos culpables
de la infancia, porque la pulsión de muerte exigió y obtuvo, de una
u otra manera, una satisfacción. Las satisfacciones disfrazadas,
secretas, latentes se manifiestan por síntomas:
la culpabilidad es asimilable a esos síntomas. La institución ya
semi-neurótica de un acusador, de un fiscal del otro, del superyó
es el agente de la pulsión de muerte. “Cuánto
más inocentes somos, es decir, cuánto mejor nos apartamos de
nuestras pulsiones agresivas, más pasan éstas al servicio del
superyó y mejor armado está para torturarnos. Así los más
'inocentes' llevan la carga más pesada de culpabilidad”.55
La culpa, ese concepto que podemos situar tanto en los procesos de justicia entre las comunidades como en el ámbito de lo psíquico, está en estrecha relación con el concepto de deuda. Relación que supone un tercer elemento, el cual ha tratado de ser expulsado del territorio de las leyes, éste es el de la crueldad.
El instinto de agresión, la hostilidad natural de uno contra todos y de todos contra uno, se opone a los designios de la cultura. ¿A qué recursos apela la cultura —entonces— para contener la agresividad constitutiva? Por una parte a la introyección de esta agresividad: dirigiéndola contra el propio yo dando origen a esa estructura de la personalidad que Freud denomina super-yo, que actúa como conciencia (moral) generando aquella tensión que da origen a la “culpabilidad”. Así pues, la agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo desplegando frente a éste la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad y se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.
De la concepción freudiana de la culpabilidad se puede decir, en una primera aproximación, lo siguiente:
Conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al super-yo56. El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de comprenderse la severidad del super-yo; es decir, el rigor de la conciencia moral. Esta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior, revelándola y sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe entre la renuncia a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo. En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa una gran desventaja económica de la instauración del super-yo o, en otros términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no tiene pleno efecto absorbente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha trocado una catástrofe exterior amenazante —pérdida de amor y castigo por la autoridad exterior— por una desgracia interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad.
Estas
interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes
que a riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas
desde otro ángulo. La secuencia cronológica sería, pues, la
siguiente: ante todo se produce una renuncia instintual por temor a
la agresión de la autoridad exterior —pues a esto se reduce el
miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra la agresión
punitiva—; luego se instaura la autoridad interior, con la
consiguiente renuncia instintual por miedo a ésta; es decir, por el
miedo a la conciencia moral. En el segundo caso se equipara la mala
acción con la acción malévola, de modo que aparece el sentimiento
de culpabilidad y la necesidad de castigo. La agresión por la
conciencia moral perpetúa así la agresión por la autoridad. Hasta
aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el
reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades
exteriores —es decir, de las renuncias impuestas desde fuera?;
¿cómo explicar la extraordinaria intensidad de la conciencia en los
seres mejores y más dóciles? Ya hemos explicado ambas
particularidades de la conciencia moral, pero quizá tengamos la
impresión de que estas explicaciones no llegan al fondo de la
cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el
momento de introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis
y extraña al pensar común. El enunciado de esta idea nos permitirá
comprender al punto por qué el tema debía parecernos tan confuso e
impenetrable; en efecto, nos dice que si bien al principio la
conciencia moral (más exactamente: la angustia, convertida después
en conciencia) es la causa de la renuncia a los instintos,
posteriormente, en cambio, esta situación se invierte: toda renuncia
instintual se convierte entonces en una fuente dinámica de la
conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su
severidad y su intolerancia. Si lográsemos conciliar mejor ésta
situación con la génesis de la conciencia moral que ya conocemos,
estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis paradójica: la
conciencia moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o
bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera)
crea la conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias
instintuales.57
“Una idea que es propia del psicoanálisis, es de que toda nueva renuncia instintual a la satisfacción, aumenta su severidad y su intolerancia”.
Es así que con la intolerancia consigo mismo, el giro del instinto de crueldad hacia la propia interioridad, se procura amortiguar mediante complejas sublimaciones.
“Son los instintos agresivos insatisfechos los que hacen aumentar el sentimiento de culpabilidad, pues al impedir la satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra el que impide esta satisfacción, y esta agresividad tendría que ser, a su vez, contenida. Pero en tal caso sólo sería nuevamente la agresión la que se transforma en sentimiento de culpabilidad, al ser coartada y derivada al “super-yo” “.
En la década de los años veinte, sin sospechar aún el retorno a la barbarie que constituyó el advenimiento del nazismo, Freud reflexiona acerca de la cultura y su malestar.
En El problema económico del masoquismo (1924) Freud precisa que «la tarea de la libido es volver inocua esta pulsión destructora». Lo conseguirá “dirigiéndola hacia los objetos». Un “sector”, “el masoquismo erógeno originario, permanece en el interior” y otro, el sadismo, «vuelto hacia fuera» aunque “puede ser introyectado de nuevo” (“secundario”). “La necesidad de “castigo” se debería a un “sentimiento inconsciente de culpa”.
En El malestar en la cultura58 la “inclinación agresiva” se considera una “disposición pulsional, autónoma, originaria del ser humano”. La “necesidad de castigo” ya no se explica por culpa inconsciente sino por un yo “devenido masoquista bajo influjo del superyó sádico”, que “emplea un fragmento de la pulsión de destrucción interior, preexistente en él, en una ligazón erótica”.
Freud alude pues a una culpa como “inconsciente”, “porción de agresión interiorizada y asumida por el superyó”. Éste, como función de la “conciencia moral”, “lleva a cabo” la represión, que el sujeto se auto-infringe —comúnmente— con un rigor y severidad despiadada, vehemente. Se trata de la “severidad” propia del superyó, y esto sin importar que la educación pudiera ser indulgente.
En el texto La Genealogía de la moral59, Nietzsche propone que el concepto de culpa procede del concepto "tener deuda". Para explicar dicha proposición, él hace un recorrido por el desarrollo del sentimiento de justicia en la humanidad. Recorrido en el que ilustra el tratamiento que la sociedad ha hecho sobre aquel que infringe la ley.
En principio quien había causado un perjuicio merecía una pena, un castigo. La severidad de esta pena estaba determinada, por el grado de cólera que padecía el afectado. Era la cólera, y no la gravedad del perjuicio, la que determinaba la medida de la sanción. Vemos así que la sanción era una forma de venganza en la cual no había otra regulación que el monto de afecto causado. Esta lógica estaba entonces regulada por el capricho entendido como lo incierto, lo no regulado, lo impredecible.
Esta concepción en el ejercicio de la justicia se ve sustituida por la búsqueda de una equivalencia entre perjuicio y castigo. La medida del castigo estaba determinada entonces por la gravedad del perjuicio. Se nota en este desarrollo del ejercicio de la justicia, un intento en la humanidad por poner un tercer término que eliminara el afecto como determinador de la sanción. Lo llamativo de esta equivalencia es que el castigo puede ser el dolor físico del culpable y no precisamente la restitución del daño con bienes materiales. El dolor se ofrece como compensación, como algo que se entrega para pagar o restituir un daño causado.
Posteriormente se trató de cobrar el perjuicio, ya no con el dolor, sino con la privación de la libertad, eliminando la posibilidad de involucrar el cuerpo en el ejercicio de la justicia. Se observa entonces un esfuerzo en la humanidad por regular algo que circula y que está con relación al dolor del otro.
En términos generales, se puede observar que en la base de la justicia opera la idea de intercambiar una cosa por otra, aunque la naturaleza de los objetos no sea la misma. Es este tipo de intercambio lo que le hace afirmar a Nietzsche que el origen de la justicia se funda en la relación entre acreedor y deudor. Esta forma de relación consiste en que alguien da un bien a otro, quien debe pagar por ese bien recibido. Este deber supone una promesa, un pacto de restitución entre ambos.
En el marco de esta relación planteada por Nietzsche, el culpable es un deudor que no restituye la deuda, que no reembolsa los préstamos, es por tanto un violador de tratados, y un promotor de rupturas. Es alguien que no paga sus derechos aunque goce de ellos, razón por la cual se le considera fuera de la ley y merecedor de castigos. Frases populares como "el que nada debe, nada teme" o "tiene que pagar la falta", parecen provenir de esta lógica.
Si se aplica este razonamiento a esa forma primitiva de ejercer la justicia, en la cual el culpable debe pagar con dolor, nos podemos preguntar: ¿cómo puede el dolor del culpable tener el poder de restituir un daño? ¿Cómo es que el dolor del otro se constituye en una compensación para el acreedor? Al respecto Nietzsche anota:
"En la medida en que hacer —sufrir produce bienestar en sumo grado, en la medida en que el perjudicado cambiaba el daño, así como el displacer que éste le producía, por un extraordinario contra— goce: el hacer sufrir..."60
El acreedor, perjudicado porque no obtuvo pago sobre algo que entregó, cambia su displacer por un contra - goce. Esta transacción es posible porque el mayor bienestar que puede obtener un ser humano se deriva del ejercicio de la crueldad, como lo afirma Nietzsche:
"La crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua, e incluso se halla añadida como ingrediente a casi todas sus alegrías..."61
"Ver sufrir produce bienestar; hacer sufrir, más bienestar todavía - ésta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano - demasiado humano, que, por lo demás, acaso suscribirían ya los monos; pues se cuenta que, en la invención de extrañas crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo, lo "preludian". Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre - !y también en la pena hay muchos elementos festivos!"62
Nos encontramos desde en
esta forma de ejercer la justicia, que el culpable es un deudor que
ha violado un tratado y que debe restituir el daño causado con su
propio dolor, compensación de un perjuicio que se explica por el
goce que esto le provee al acreedor. Pero ¿Cuál es la relación con
la crueldad que establece el deudor? Dejemos -por ahora- esta
pregunta en suspenso.
Por su parte en 1924 Freud avanza en el estudio del masoquismo. En cuanto al tema del masoquismo moral lo va a enlazar con el sentimiento inconsciente de culpabilidad. El super-yó se arroga la función de la conciencia moral y el yo se somete por sentirse culpable al no estar a la altura de los altos ideales que le dictamina el superyó. Las fallas en la transmisión de la ley permitirán que el resto de goce que no puede ser regulado deje el sujeto en una posición de sacrificio y sufrimiento gozoso.
Ahora pasemos a los desarrollos que Freud hace sobre la culpa. Para Freud un individuo es culpable en tanto está preso de un afecto, el cual es una "variedad tópica de la angustia"63. Este afecto es llamado en principio "conciencia de culpa" y posteriormente "sentimiento de culpa", el cual se activa gracias a un juicio que en principio proviene de los progenitores y posteriormente de una instancia psíquica que hace las veces de juez.
La conciencia de culpa, a juicio de Freud, es más que todo una "angustia social"64, una angustia frente a la pérdida de amor, la cual emerge en un individuo cuando éste es sorprendido realizando un acto prohibido por los progenitores. Desde esta lógica sólo es culpable quien es descubierto en el acto.
Pero ¿qué es lo que activa esa modalidad de la culpa? Los progenitores le exigen al pequeño una transacción: recibirá el amor de ellos a cambio de que renuncie a la satisfacción pulsional. El individuo en consecuencia se debate entre dos bienes: el amor y la satisfacción de la pulsión. Tener uno implica renunciar al otro. Es así como se le exige al sujeto pagar con la renuncia a la satisfacción pulsional, para obtener a cambio el amor del otro. La culpa, en este contexto, es el dolor psíquico que se impone el individuo por haber traicionado al otro y por poner en riesgo su amor. Es así como en este primer tiempo culpa, amor y pulsión se encuentran en estrecha relación.
En un segundo momento este afecto adquiere otra nominación: Sentimiento de culpa, el cual a juicio de Freud es "el problema mas importante del desarrollo cultural,...el precio del progreso cultural debe pagarse con el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa"65.
Este afecto, que le resta dicha al sujeto, es el resultado de la tensión entre el yo y una instancia psíquica que hace las veces de autoridad: el superyo. Esto supone que el sentimiento de culpa es el resultado de la sepultura del Edipo, lo que lo hace particular y lo relaciona con nuevos elementos, como lo podremos observar más adelante.
Si en un principio la culpa era la expresión de un conflicto entre la satisfacción pulsional y el amor del otro, ahora es el resultado del conflicto entre la satisfacción pulsional y el amor del super-yo. Para que el yo obtenga el beneplácito de esta instancia psíquica debe igualmente renunciar y acogerse a un pacto, exigencia que ya no proviene de un agente externo sino de una figura psíquica.
Esta exigencia superyoica de renunciar a las pulsiones para recibir a cambio el amor de esta instancia, tiene en su fundamento dos imperativos que adquieren carácter de pacto. El primero le dicta al sujeto la sentencia: "Así como el padre debes ser". Y el segundo dice: "Así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace, muchas cosas le están reservadas"66.
El primer dictado le exige al sujeto convertir al padre en un ideal, y en consecuencias tenerlo como modelo para la constitución del ser. Es un pacto en el cual el sujeto podrá ser como el padre, gozar de sus derechos, si renuncia a su deseo de eliminarlo. Deseo que se haya instituido en el Complejo de Edipo cuando el padre hace de obstáculo para la satisfacción de los deseos incestuosos. Ese pacto implica entonces, un tener derecho a gozar de privilegios a cambio de una renuncia pulsional. Si el individuo no quiere pagar ese costo, si en este punto se instituye en deudor y violador de tratados, vendrá en consecuencia la furia del superyo y su derivado, el sentimiento de culpa. Este sentimiento de culpa, asociado al incumplimiento de los ideales, será consciente, es decir, estará acompañado de representación - palabra. Al respecto Freud afirma:
"El sentimiento de culpa normal, consciente, no ofrece dificultad a la interpretación; descansa en la tensión entre el yo y el ideal del yo. Es la condena del yo por su instancia crítica. Quizás no difiera mucho del notorio sentimiento de inferioridad de los neuróticos"67.
La segunda sentencia, la cual dicta un: "Así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace, muchas cosas le están reservadas"68. Y bien, ¿qué le están reservados al padre? La respuesta se orienta a la madre en tanto objeto del deseo del padre. Esta prohibición le dice al individuo: Serás como tu padre a cambio de que renuncies a tu madre. Relación de intercambio, relación entre un acreedor que tiene el objeto del deseo y un sujeto que debe pagar su derecho a gozar como su padre renunciando al incesto. Esta es una ley que obliga a pasar el goce por la aceptación de una ley, de un tratado El acreedor pide a cambio de los derechos que otorga, una renuncia, con lo cual instaura un pacto con el otro, una ley que prohíbe pero que igual da derecho a gozar.
Pero ¿cuál es el destino de los deseos incestuosos a los cuales se renuncia? Al respecto Freud afirma que el complejo de Edipo, el cual pone en escena los deseos incestuosos, no se elimina, no se disuelve, sino que se sepulta. Y si tomamos esta palabra en su literalidad, podemos decir que de él quedan restos que permanecen guardados en el inconsciente. Cuando estos restos retornan emerge un sentimiento de culpa que pone de manifiesto su existencia; culpa que no tendrá representación palabra que le acompañe manifestándose en la clínica como "reacción terapéutica negativa". Al respecto Freud afirma:
"No es fácil para el analista luchar contra el obstáculo del sentimiento inconsciente de culpa. De manera directa no se puede hacer nada; e indirectamente, nada más que poner poco a poco en descubierto sus fundamentos reprimidos inconscientes, con lo cual va mudándose en un sentimiento consciente de culpa. Un particular chance de influir sobre él se tiene cuando ese sentimiento de culpa es prestado, vale decir, el resultado de la identificación con otra persona que antaño fue objeto de una investidura erótica. Esa asunción del sentimiento de culpa es a menudo el único resto, difícil de reconocer, del vínculo amoroso resignado"69.
Lo anterior indica que el sujeto estará siempre en deuda con el padre, porque nunca renunciará completamente a los deseos incestuosos que lo ligan al objeto prohibido. Habrá siempre en él un empuje a violar ese tratado fundamental y esto lo hará siempre culpable.
Como puede observarse, existe una analogía entre la proposición de Nietzsche y Freud relativa a la relación entre la culpa y la deuda. En Freud nos encontramos con un individuo que debe pagar su derecho al amor y su derecho al goce acogiéndose a una ley que le exige la renuncia a las pulsiones, tratado que al ser violado pone en escena la culpa como el dolor moral que se debe pagar por dicha transgresión.
Pero ¿por qué el individuo debe pagar con un dolor psíquico el no estar a la altura de los ideales y el retorno de los deseos incestuosos?
En Nietzsche el dolor que debía padecer el culpable se constituye en una compensación para el acreedor quien ha sufrido un perjuicio; compensación porque la crueldad se constituye en la gran alegría de la humanidad, por tanto en el supremo bien al cual todos quieren acceder, aunque sea a nombre de la justicia.
En Freud esta propuesta
tiene igualmente su lugar. En este juicio psíquico nos encontramos
también con un extraño bienestar en el hacer sufrir, satisfacción
pulsional en aquel que hace las veces de juez. Al respecto Freud
anota:
"De
acuerdo con nuestra concepción del sadismo, diríamos que el
componente destructivo se ha depositado en el superyo y se ha vuelto
hacia el yo. Lo que ahora gobierna al superyo es como un cultivo de
la pulsión de muerte, que a menudo logra efectivamente empujar al yo
a la muerte"70.
Esta exigencia del super-yo de renunciar a las pulsiones, de pagar un derecho con un deber, no está desprovista de crueldad. Este juicio también esta al servicio de la pulsión cuando el superyo encuentra compensación en el dolor moral del yo.
Es así como la ganancia psíquica del sentimiento de culpa se tramita en términos pulsionales. A nombre de la ley se ejerce un "derecho a la crueldad", como diría Nietzsche.
Con relación a la pregunta que se había dejado planteada sobre la relación posible entre el deudor con la crueldad, desde el psicoanálisis se podría afirmar que en el hecho de recibir castigo puede haber también una suerte de goce, pero a modo masoquista. A nivel psíquico el yo deviene masoquista frente a un superyo sádico.
Para terminar se podría afirmar que existe una forma primitiva de ejercer la justicia, la cual se evidencia tanto en el terrenos de lo psíquico como en el de las relaciones entre los semejantes, en la cual hay una gran dosis de crueldad; la cual es, como lo afirma Nietzsche "la gran alegría festiva de la humanidad"71.
A su vez, Sloterdijk en su concepción antropológica, concibe al hombre como mediocridad insatisfecha, semi-depresiva, una vitalidad atontada o “humanitas fracasada”. El resentimiento es el sentimiento de los hombres que han caído en la impotencia –la del animal-hombre que topa consigo, se propone lo grande, a menudo no avanza un poco y a veces, esta harto de todo. Estos individuos vienen a ser para sí mismos como dotes fastidiosas; para ellos, el regalo de la vida permanece envuelto en una catástrofe difusa. En cuanto se siente culpable o se avergüenza, el hombre se vuelve contra sí mismo como objeto de una negación total.
Sloterdijk en referencia a la Metapsicología de Freud se pregunta ¿Cómo se descubrió el Instinto de muerte?
Los instintos o pulsiones serían, entonces, las fuerzas que se suponen que actúan tras las tensiones causadas por las necesidades del ello.72 Representan las exigencias somáticas planteadas a la vida psíquica. Por tanto, es posible distinguir un número indeterminado de instintos, pero también reducir estos a unos pocos fundamentales (protoinstintos).
La
vida como enseña la metapsicología del último Freud, es una
función de rodeo del instinto de muerte que, en su dilatada ruta por
el objetivo intermedio –autoconservación y placer genital–
nunca pierde totalmente de vista la meta final: disolución en un
inorgánico no tener que sentir más.73
Con
eso queda el desafío de la potencia curativa de la manifestación de
secretos patógenos comprometido de raíz. En la línea de enunciar
impulsos ocultos, el discurso psicoanalítico queda en la frontera
donde sólo puede poner de manifiesto su incurabilidad terapéutica.
Pues, a fin de cuentas, ¿qué tendría que manifestar la vida
impedida para la búsqueda confusa de sí y su dicha como no sea la
confesión, que ironiza cualquier esperanza de cura, de que, en su
postrer motivo instintivo, sólo quiere liberarse de sí misma para
regresar al nirvana de los minerales?74
Con eso queda el desafío de la potencia curativa de la manifestación de secretos patógenos comprometido de raíz. En la línea de enunciar impulsos ocultos, el discurso psicoanalítico queda en la frontera donde sólo puede poner de manifiesto su incurabilidad terapéutica. Pues, a fin de cuentas, ¿qué tendría que manifestar la vida impedida para la búsqueda confusa de sí y su dicha como no sea la confesión, que ironiza cualquier esperanza de cura, de que, en su postrer motivo instintivo, sólo quiere liberarse de sí misma para regresar al nirvana de los minerales?
La vida como enseña la metapsicología del último Freud, es una función de rodeo del instinto de muerte que, en su dilatada ruta por el objetivo intermedio -autoconservación y placer genital- nunca pierde totalmente de vista la meta final: disolución en un inorgánico no tener que sentir más.
Estas pulsiones -Eros y Thanatos- entran en juego simultáneamente y es posible que una no sea más que una variante de la otra, nada más que su dilatación.
Las miras de un impulso consisten en ser descargado, lo que suele producir placer. Sin embargo, el impulso sólo está relacionado indirectamente con el placer. En esas circunstancias, el estímulo principal es la descarga misma, la disolución del impulso, es decir su muerte. Estos instintos de muerte o impulsos destructivos parecen estar en oposición con la tendencia de la libido a buscar el placer. En su obra, “Más allá del principio del placer”, Freud se pregunta si el impulso hacia la muerte, autodestructivo, no es acaso el principio fundamental de todos los demás impulsos y al tender todos hacia la muerte, uno puede formular la siguiente paradoja:
La
vida sólo es una demora de la muerte. Según Freud, la dinámica de
la personalidad resulta del antagonismo entre el impulso hacia la
vida y el impulso hacia la muerte.
Representa la tendencia irreductible de todo ser vivo a retornar al estado inorgánico. Si admitimos que el ser vivo vino después del no vivo, y que surgió de el la pulsión de muerte está perfectamente de acuerdo con la fórmula según la cual una pulsión tiende al retorno a un estado anterior. Según esta perspectiva “todo ser vivo muere necesariamente por causas internas”.
Freud
trasladaba evidentes secretos de la tradición metafísica y
religiosa a una lengua secular y científica, y tuvo la habilidad de
no dejarse sorprender en flagrante delito metafísico, esa habilidad
para la traducción de la corriente que va de Schopenhauer y
Nietzsche hasta el, en un lenguaje biologicista, es uno de sus
principales méritos. A tal punto que compensa el legado de los
irracionalistas alemanes haciendo más digeribles sus ideas, creando
un clima adecuado para su reverdecer en y con Heidegger
(principalmente Nietzsche), que si bien crea su propio Nietzsche, el
interés dedicado en sus dos grandes volúmenes al autor de la Gaya
ciencia, le
significo a éste entrar en el Cannon de la filosofía occidental, y
como resultaría inevitable también Schopenhauer es reconocido como
filósofo oficial –más allá del underground de los poetas y
músicos románticos. Richard Rorty75
elogia a Sigmund Freud porque éste demostró que el yo es soló una
ficción. Freud no parte del yo
como un a priori en el sentido cartesiano, sino que presenta un
tríptico: el yo, el superyó y el id, cada uno con poder sobre el
otro. Debe reconocerle a Freud la elaboración de una teoría del
alma humana y la cultura. Trasladó una serie de fenómenos
psicológicos y sociales y los puso bajo un prisma inusitado para su
sociedad: la sexualidad como tabú, como algo que a todos interesa
pero de lo que nadie habla. Le brindó a los fenómenos una única
direccionalidad y acabó por constituir un enorme campo de
interpretaciones. Instituyó la producción industrial de la
conciencia, al modo foucaultiano76,
esto es, con dispositivos de control, tecnologías
del yo77
en
el diseño y producción de individuos. Así Freud esta a la base de
las sociedades paranoicas, donde la policía del pensamiento vigila
para sancionar cualquier síntoma de histeria, cualquier tipo de
reacción neurótica.78
Hasta el más leve desliz quedará en el inventario de las patologías
sancionadas por el Estado Terapéutico.79
Volviendo sobre nuestro punto, la forma en que Freud articuló aquel fenómeno, la –pulsión tanática– que con Sloterdijk puede ser denominada como el metafísico deseo de muerte.
Tanto el thánatos o los instintos de muerte o de destrucción tienen como fin último es el de reducir lo viviente al estado inorgánico. Tiende a la disolución. Pueden orientarse hacia el exterior, manifestándose como impulso de agresión o destrucción o hacia el interior como autodestrucción (formación de carácter sádico o masoquista respectivamente). La relación sado-masoquista es complementaria son fases o momentos de una misma situación vital de indefensión y de incompletitud. Es, precisamente, la radical separatividad del ser humano lo que lo hace necesitar ser completado en una relación simbiótica.
El cambio de término instinto de muerte por la expresión deseo de muerte no puede llevarse a cabo sin una alusión crítica. Cuando hablamos de deseos en lugar de instintos, ponemos en vigor el postulado de hablar abiertamente sólo de las autorrepresentaciones, susceptibles de ser conscientes, de los “motivos instintivos” en las tendencias experimentadas.
Hablar de deseos quiere decir mencionar a los individuos que los experimentan. Ahora bien, ¿cómo podríamos hallar autores y voces que se presenten como testigos para el más singular de todos los anhelos? ¿Dónde se han mostrado por primera vez en el escenario de nuestra cultura deseos explícitos de la propia muerte? ¿Cuándo y dónde empezaron los hombres a compensar claramente la desventaja de haber nacido con la ventaja del aún-no-o-ya-no-tener-que-vivir -y, si no compensar, sí, al menos, a tenerla en consideración-? Lo formulo de manera tan prolija de cara a mantener la cuestión relevante –de qué fue descubridor Freud en su metapsicología oscura si es que, en definitiva, “descubrió” algo– con todos los medios en el recuerdo. Aquí no puede tratarse de plantear una historia de las múltiples restricciones de existir como las que se han desplegado desde los días de Hiob y Buda tanto en Oriente como en Occidente. La empresa de describir la procesión en marcha a lo largo de tres milenios de nobles y sospechosos negadores de la vida negadores de la vida junto a todos los opositores secretos y suicidas ilustres sería sofística a todas luces.80
Al pasar de la hipótesis del instinto de muerte de Freud a la investigación de vestigios articulados de deseo de muerte consciente, se va a parar, acto seguido, al centro de la metafísica clásica. Quien hubiera esperado toparse con sólidas fronteras psicobiológicas vuelve a encontrarse, en lugar de eso, en medio de la aventurada empresa de la esperanza allendista maníaca. Este cambio de orientación del tema, de biología psicológica a metafísica, tiene un lado aleccionador: salta a la vista qué derroche es necesario para hablar en una lengua moderna, científica y secular sobre eventuales finalidades de la psique –siempre se da por supuesto que tales últimos propósitos o metas no tienen efecto como tendencias adquiridas y aprendidas por azar, sino que deben imponerse como tensiones finales endógenas, nacidas de la naturaleza de la misma psique–. Un deseo de muerte experimentado no podría, en consecuencia, ser sólo un efecto de extenuación; humanas confesiones de un ansia de acabar con el mundo y la vida no podrían, para cumplir las cualidades pensadas por Freud, salir a la luz como simple consecuencia de la consunción de la energía vital y pasional. Para que el “instinto de muerte” sostuviera lo que promete su nombre tendría que motivarlo una finalidad activa endógena de la misma psique. Cosa que difícilmente se deja objetivar a escala biológica. El bios no sabe gran cosa de un fin que se le presente como meta interior; en tanto es entendida en el ciclo de la pura vitalidad, la vida, lo mismo humana, animal o vegetal, por lo que podemos saber , no tiene ningún sentido como último propósito. Incluso donde seres vivos se resignan a su fin, subsiste bien poco espacio para la imputación del instinto de muerte en sentido freudiano.
Así es como esa psicoterapia no promete salvación sino la oportunidad de una curación mediante la palabra reanimada. No hace falta ser sacerdote para captar la tendencia nihilista latente y, en cualquier caso, estoica de la doctrina psicoanalítica de los últimos motivos instintivos -aún menos, cuando el viejo Freud ya no hizo ningún secreto de su lúgubre teoría sobre el impulso de la vida a la distensión en la muerte, desde la publicación de Más allá del principio de placer.
“Si el objeto de la vida fuera un estado aún jamás alcanzado, eso contradiría la naturaleza conservadora de los instintos. Tiene que ser un estado de procedencia mucho más antiguo, que el viviente dejó una vez y al que tiende denodadamente por encima de todos los rodeos de la evolución. Si pudiéramos suponer como experiencia sin excepción que todo viviente muere por motivos internos, podríamos entonces decir: El objeto de toda vida es la muerte,y yendo más atrás: Lo no viviente fue anterior a lo viviente.”81
Con eso queda el desafío de la potencia curativa de la manifestación de secretos patógenos comprometidos de raíz. En la línea de enunciar impulsos ocultos, el discurso psicoanalítico queda en la frontera donde sólo puede poner de manifiesto su incurabilidad terapéutica. Pues, a fin de cuentas, ¿qué tendría que manifestar la vida impedida para la búsqueda confusa de sí y su dicha como no sea la confesión, que ironiza cualquier esperanza de cura, de que, en su postrer motivo instintivo, sólo quiere liberarse de sí misma para regresar al nirvana de los minerales?
¿Cuál de los dos contendientes en la batalla titánica por la interpretación de las aspiraciones radicales humanas ha escogido el mejor principio? ¿Es la vida humana, según su última constitución motriz –tal y como lo quiere la antropología cristiana-, una búsqueda siempre desconcertada de la glorificación postmortal del propio Yo “en Dios” ¿O más bien es la vida, como enseña la ahondada metapsicología del último Freud, una función de rodeo del instinto de muerte que, en su dilatada ruta por el objetivo intermedio –autoconservación y placer genital–, nunca pierde totalmente de vista la meta final: disolución en un inorgánico no tener que sentir más? Me parece procedente suspender nuestro juicio sobre estas cuestiones en tanto una consideración previa no nos ponga en condiciones de ponderar las dimensiones antropológicas y filosóficas de la discusión sobre el instinto de muerte identificado –¿o habrá que decir: proclamado?– por Sigmund Freud.
Nuestro análisis debe profundizar el carácter complejo y dramático del pensamiento de Freud, que estuvo en tensión permanente por una doble inspiración metafísica, estuvo animado en buena medida por el monismo de origen romántico82 –en particular, recibido a través de Nietzsche83 y Schopenhauer–, _por otro lado, por lo que podría llamarse un personalismo84 –nutrido de la experiencia clínica de Freud. ¿Habría pues que distinguir en Freud su filosofía, su psicología y su método terapéutico?
Volviendo sobre el aporte de Schopenhauer, debe recordarse que éste se anticipó a Freud en medio siglo, a la filosofía de la conciencia que había predominado en el pensamiento occidental. En Schopenhauer aparece por vez primera una filosofía explícita del inconsciente y del cuerpo.85
La tarea de esclarecer los antecedentes (prestamos) de Schopenhauer en la obra Freud86 ha sido emprendida por especialistas en la historia de las ideas, ella ha demandado una labor de índole histórico-genealógica –entre otras cuestiones, por la oscuridad en torno a las referencias de Freud hacia el filósofo y la estrecha afinidad existente en las temáticas e inquietudes desarrolladas por uno y a otro.
Fecha de Recepción: 2 de diciembre de 2013
Fecha
de Aprobación: 7 de enero de 2014