En el presente artículo pretendemos explorar algunas de las nuevas configuraciones de lo sagrado en un contexto de modernidad globalizada. Para ello nos remitimos a la idea de "anamnesis", que implica, a un tiempo, recuerdo, rememoración, rescate y actualización de los valores, actitudes y prácticas que testimonian la vigencia de lo sagrado, entendido como la producción de significado y sentido que remite a lo numinoso, lo transcendente y lo misterioso. Tres aspectos que la Modernidad, de la mano de la Ilustración y sus ideas de culto literalizador a la Razón, el Progreso, la Materia, la Ciencia y la Tecnología, fue dejando progresivamente fuera del centro de la vida social. Un abandono u olvido que no está ligado solo a las transformaciones propias de la secularización moderna sino a la mutación y relevo de unos saberes y formas de conocimiento procedentes del universo tradicional, conformado mitológicamente, por otras vinculadas a las preferencias del proyecto moderno ilustrado.
Seguidamente intentaremos exponer la tesis de que las tres grandes formas tradicionales de conocimiento, como eran la filosofía, la religión y la ciencia, fueron centrifugadas por la modernidad hasta el punto de "soltar el lastre" de sus aspectos transcendentes, sustituyendo las viejas sacralidades por otras "débiles" de nuevo cuño, plenamente seculares y civiles (Nación, Revolución, Consumo, Ciencia, Deporte). Tal y como en su momento diagnosticara Weber, el mundo fue progresivamente desencantado, encerrado en una jaula de hierro racional, técnica y burocrática. El desencantamiento se aceleró con la secularización de las sociedades, y aunque paradójicamente la modernización aportó intentos compensadores de reencantamiento ligados al mundo del consumo capitalista (Ritzer, 2000), la necesidad de reencantamiento profundo ha subsistido (Maffesoli, 2009), y aflora continuamente en forma de religiones civiles (Giner, 2003), de fiesta (Ariño, 1992), de ocio juvenil (Bergua, 2007), de culto al pasado (Lowenthal, 1998) o del retorno de los antiguos conocimientos de lo transcendente, aspecto este último del que nos ocuparemos en nuestro trabajo.
Por ello, centraremos nuestra atención en la filosofía y la religión, cuyo vaciamiento y recomposición en clave secular y moderna implicó la pérdida de la numinosidad y carácter sagrado que le eran inherentes. Unos atributos que, de una forma dialéctica y reflexiva, están retornando, como resultado de las crisis inherentes al tránsito a la segunda modernidad o modernidad globalizada, bajo la forma de una nueva espiritualidad o transcendencia global, que también ha sido bautizada como "cultura creativa"2 (Ray y Anserson, 2001), dentro de la cual los propios autores destacan la preminencia de los movimientos psico-espirituales. Según nuestro planteamiento, la anamnesis de lo sagrado implica la recuperación, revitalización y reconfiguración de las viejas formas de conocimiento transcendente vinculado a la antiguas filosofías y religiones, para ser transformadas en las nuevas creatividades culturales. Éstas pretenden, como rasgo distintivo, superar los déficits de sentido modernos y postmodernos para construir una novedosa visión de lo sagrado, no nostálgica y conservadora, sino ligada a innovadoras formas transnacionales de ecología, espiritualidad, economía, política y relaciones sociales, que certifican el avance de una conectividad global multidimensional. Lo cual es sinónimo de una auténtica refundación del vínculo social en torno a una sacralidad difusa, porosa y fluida, capaz de conjugar a un tiempo lo inmanente y lo transcendente para dotar al individuo de un consciencia plena de la existencia3.
A partir del siguiente desarrollo teórico, trataremos de mostrar cómo se está produciendo un creciente acercamiento de muchas personas y colectivos, desde su propia experiencia, a un sistema de creencias y conocimientos de carácter transcendental, contenido en las tradiciones filosóficas y religiosas, cuya rememoración, actualización y recomposición, en clave moderna, hemos denominado como la anamnesis de lo sagrado.
El concepto de anamnesis social, tal y como lo vamos a utilizar, aparece formulado por Bergua (2007), que lo define como el retorno de lo imaginario reprimido. Bergua (2007) subraya que la anamnesis social implica un retorno a la superficie de lo imaginario instituyente, que siempre intentará ser reprimido por lo instituido. A partir de este presupuesto Bergua considera que la anamnesis de lo sagrado es un rasgo constitutivo de la modernidad avanzada, que es posible realizar bajo diversas formas o modalidades, ya sean locales o globales, tuteladas o espontáneas, con mayor motivo cuando los procesos de secularización, racionalización y desencantamiento han hecho patente la necesidad de compensar la pérdida de sacralidad con formas sustitutorias, más o menos conscientes, o con reacciones que buscan un retorno a los orígenes de lo numénico. Se trata, en este último caso, de una reconfiguración en clave moderna y global de conocimientos tradicionales ligados a la experiencia holística de lo transcendente.
Cabe añadir que las anamnesis sociales se mueven netamente en el territorio de lo imaginario y del mito, aspectos tan característicos de las cosmovisiones tradicionales (Hillman, 1999; Harpur, 2010). Y es que, como bien ha señalado Harpur (2010), el propio concepto de anamnesis está basado en el mito griego que señala que cada alma habita, antes de nacer, un reino divino al que regresará después de la muerte. Justo cuando está a punto de reencarnarse en este mundo, bebe del Lete, el río del Olvido, de manera que ya no puede recordar nada de sus orígenes divinos. De modo que el hecho de recordar es un aprendizaje en el cual, más que producirse conocimiento, se obtiene un liberador "reconocimiento". La memoria, pues, sirve para reencontrarse con la Gran Memoria, que sería el equivalente al inconsciente colectivo de Jung. Para realizar esa anamnesis resulta imprescindible la imaginación, en la medida que la memoria no es tanto un simple recuerdo mecánico como una rememoración de lo que se recuerda, lo que implica su reelaboración y actualización. La realidad de lo rememorado es mítica, no histórica, se expresa ritualmente y posee la cualidad de reconectar con lo que se entiende como el Todo primordial, que cada cultura definirá de manera diferente, como "Dios", "Tao" o "Realidad". La anamnesis social (e individual) de lo sagrado es re-ligación, el retorno a un mundo "con alma", un trabajo que integra los opuestos (Jung, 2004) y es valorado como maduración, enriquecimiento y plenitud de las mejores potencialidades humanas.
Desde finales de la antigüedad, en Occidente se inició un proceso que condujo al divorcio radical4 entre la filosofía y la religión. Esta ruptura tiene su raíz en la reducción y en la alteración del significado de las nociones de “filosofía” y de “religión” que, poco a poco se fueron produciendo en el ámbito de la cultura occidental. Estos significados, así alterados y reducidos, podrían describirse, de acuerdo con Cavallé (2011) del siguiente modo. Por una parte, la filosofía se empezó a concebir –en un proceso que culminaría en el inicio de la Modernidad- como aquella actividad por la que “el hombre” intenta comprender la realidad y orientarse en ella contando fundamentalmente con el instrumento de su razón individual La filosofía es una actividad teórica, es decir, considera la realidad de forma especulativa, con independencia de toda aplicación. Por otra parte, la religión, con el asentamiento del cristianismo oficial, elaboró todo un cuerpo de doctrina sustentado en ciertas premisas de naturaleza dogmática. Se consideró que estas premisas debían ser aceptadas por “fe”, y se interpretaba esta fe como confianza ciega en la autoridad de la fuente de la revelación y, más en concreto, en quienes históricamente encarnaban esa autoridad: las autoridades eclesiásticas. Desde que se pasó a concebir así la religión, institucional y dogmáticamente, la duda, la indagación crítica y la libertad de pensamiento ya no tenían en ella un campo libre de expresión; solo se permitían dentro de ciertos límites y siempre con el riesgo de que las especulaciones más allá del dogma pudieran ser tachadas como herejías o desviaciones de la Verdad revelada. A su vez, fue la religión la que pasó a atribuirse, frente a la filosofía, una función transformadora, salvadora y liberadora, eso sí, dentro de las normas canónicas. Pero se trataba de una liberación que no es la que “el hombre” podía lograr íntegramente aquí y ahora, una liberación que iría ganando para sí mediante el incremento de su comprensión, sino que la obtendrá en virtud de su pertenencia al seno de la institución eclesiástica y sería solo plena y efectiva en el “más allá” (Cavallé, 2011:69-70).
Parece claro, pues, que si la filosofía ya no ocupaba un lugar central en la cultura occidental se debía, en gran medida, al hecho de haber perdido aquello que le confería un papel vital en el desarrollo del individuo y la sociedad: su dimensión transformadora y terapéutica. Frente a esta situación son diversos, los pensadores que en los últimos años han hablado, en este sentido, de una filosofía o sabiduría "perenne", de carácter experiencial y transcendente más que puramente teórico o académico. Esta filosofía perenne5 vendría a ser un legado de las experiencias universales más radicales y profundas de la humanidad, así como de las indicaciones operativas que nos permitirían volver a actualizarlas aquí y ahora. En otras palabras, la universalidad de la filosofía perenne no es la propia de una doctrina o de unas ideas –no hay de hecho, teorías universales-, sino la de una experiencia, en concreto, la de una mutación en el núcleo mismo de nuestra personalidad que nos permite “despertar” a la Realidad. Allí donde se considera que conocimiento y transformación son indisociables, lo decisivo no son las ideas, sino la experiencia directa y la comprensión que esta alumbra (Cavallé, 2011:76). Otros autores llaman a la filosofía perenne la Cadena Áurea, una ininterrumpida y en no pocas ocasiones subterránea serie de autores que habrían mantenido vivo el "fuego secreto de los filósofos", consistente en preservar un contacto entre la realidad material ordinaria y el Otro Mundo de lo transcendente, imaginario y mítico, en suma, de lo sagrado (Harpur, 2010). De algún modo, pues, la filosofía perenne o áurea, también denominada "filosofía espiritual" (Dahlke, 2008), trata de conciliar la especulación sobre el mundo con la conexión con lo sagrado, sin atenerse a las rígidas constricciones ni de la religión institucionalizada y dogmática ni de la filosofía académica y racionalista.
Podemos distinguir entre dos grandes concepciones de la filosofía perenne. La primera de ellas tiende hacia el pluralismo religioso, al considerar que todas las tradiciones espirituales resultan igualmente válidas, a priori, para lograr la plenitud humana. Todas ellas compartirían un núcleo esotérico, que sería lo esencial, mientras que las formas religiosas, los símbolos, las creencias y las prácticas rituales variarían, adaptándose a cada época y lugar. Dentro de esta concepción podríamos distinguir a su vez tres versiones distintas: El Perennialismo del esoterismo tradicionalista (defensor de una Tradición primordial y severamente crítico en la Modernidad, que tiene su principal creador en René Guénon6. En segundo lugar, el Perennialismo esotérico de la teosofía moderna: elaborada por Madame Blavatsky y sus seguidores hacia finales del siglo XIX7, presenta una visión sincretista y quizás una síntesis acabada de las aportaciones espirituales de diversas religiones. Y, en tercer lugar, el Perennialismo de la psicología transpersonal (teoría transpersonal), donde destacan las aportaciones de Ken Wilber8 (predominio del budismo primero Zen, más tarde tibetano) o StanislavGrof9 (desde el vedanta hindú, con importantes influencias del Vedanta integral de Sri Aurobindo).
La segunda concepción perennialista viene de la mano del Pluralismo radical participativo, con autores representativos como Heim (1995), Ferrer (2004), Tarnas (1991) o Heron (1998), y se diferencia de las anteriores en su rechazo a aceptar a priori la existencia de una philosopia perennis, o al menos la supremacía de una determinada formulación de la misma que se presente como la única autorizada o válida o como la más completa y satisfactoria. Parte de esta objeción se refiere a la tendencia perennialista a considerar que todas las tradiciones, todos los grandes místicos, todas las doctrinas esotéricas genuinas, coinciden en lo esencial (Merlo, 2005:43). Frente a esta concepción esencialista, universalista, objetivista, el paradigma participativo, aceptando lo mejor de las críticas constructivistas y del contextualismo postmoderno, apuesta por la posibilidad de una Realidad-Misterio inexhaustible de carácter plástico y en cuya configuración participamos desde nuestra libertad co-creadora de seres divinales (además de animales y humanos). Esto, a juicio de estos autores, posibilita un diálogo más abierto y sincero, una comunicación más auténtica, pues se elude la experiencia de los aires de superioridad que necesariamente adopta no sólo el exclusivista sino también aunque de manera más sutil el inclusivista, lo que significaría que cualquier afirmación que no encajara con el esquema a priori del perennialismo sería rechazada, o bien cualquier postura sería encajada en un esquema tenido por incuestionable, cierto y superior (Merlo, 2005:44).
En los últimos decenios, el avance de esta forma de entender la filosofía, retornando a su sentido original, que suele estar ausente de las enseñanzas oficiales de la misma, se ha visto impulsado de la mano de la Práctica filosófica o el Asesoramiento filosófico. Se trata de un movimiento internacional constituido por filósofos que buscan que la filosofía rebase su actual circunscripción a los circuitos académicos y recupere su relevancia para la vida individual y social. Consideran que, mediante esta recuperación la filosofía se aproxima, dentro de marcos contemporáneos, a su espíritu inicial, pues ésta no nació simplemente como especulación sobre las cuestiones de ultimidad, menos aún como mera reflexión sobre la historia del pensamiento, sino también como guía en el arte de vivir, como una disciplina que incumbía indisociablemente a la comprensión profunda de la realidad y de nosotros mismos y a nuestra transformación interior. Se considera oficialmente el año 1981 como la fecha de inicio de este movimiento, pues fue entonces cuando el filósofo Gerd B. Achenbach abrió por primera vez una consulta privada con la finalidad de ofrecer a toda persona interesada un servicio de facilitación de la reflexión filosófica sobre la propia vida. Un año después Achenbach funda la primera asociación de la práctica filosófica en Alemania y a partir de esa fecha el asesoramiento filosófico se extiende progresivamente por Europa y América, los continentes donde más ha enraizado y donde tienen su sede las principales asociaciones. La Asociación Española para la Práctica y el Asesoramiento filosóficos (ASESPRAF) fue fundada en 2002.
La dimensión religiosa o la búsqueda del hecho sagrado entendido como una cosa luminosa, numinosa, misteriosa, substancialmente simbólica o de la manera que sea, forma parte de la condición humana, tanto en su subjetividad más íntima como en la vida cotidiana, enraizada en el ámbito social. Bien se puede decir, al respecto, que la religión constituye un universal cultural.
La religión no es solamente un fenómeno complejo y variable, sino también, esencialmente, un fenómeno social. La religión es una institución social, que ha sido interpretada como una ideología o como un sistema de creencias y rituales, o como un sistema simbólico (Geertz, 1992), una consciencia de lo trascendente (Tambiah, 1970) o un sentimiento de lo santo (Otto, 1996). También podemos definir la religión como una institución consistente en una interacción culturalmente modelada con seres sobrehumanos culturalmente postulados” (Spiro, 1987:197) por más que uno pueda fácilmente proponer otros términos para referirse a la relación de una persona con un ámbito metaempírico: lo sagrado, seres espirituales, la divinidad, seres sobrenaturales, entes numinosos o poderes ocultos (Morris, 2009:10), o en un sentido más místico el Tao, la Realidad o el Todo.
En la actualidad somos testigos de cómo la esfera religiosa se encuentra polarizada en dos tendencias opuestas. La primera, cristalizada en diversos integrismos, se caracteriza por un rechazo de la modernidad. Este se basa en la reafirmación de la tradición específica de cada religión (una referencia estricta y literal a la Escritura en el judaísmo, el Islam, el protestantismo y la autoridad de la Iglesia en el catolicismo). El fundamentalismo ciertamente se propone cambiar el mundo y no se limita a guarecerse de él. Si por un lado, rechaza los valores de la modernidad, por el otro, está perfectamente preparado para adoptar su tecnología y sus formas de organización, ya sea en el terreno de la guerra química o en el de las nuevas tecnologías (Eagleton, 2012:63) por lo que, paradójicamente, es un producto altamente moderno (Gray, 2004).
La segunda tendencia se sitúa más bien en una posición de búsqueda de alternativas más que en un rechazo a la modernidad. La entendemos por lo tanto, como parte del proceso en los desarrollos contemporáneos ubicados en el mundo occidental y se caracteriza no solamente por la tolerancia en relación con la pluralidad de las visiones del mundo y de los estilos de vida10, sino también por composiciones religiosas “a la carta” (Beck, 2009). El pronóstico de la Ilustración, según el cual el proceso de la modernidad configuraría unas sociedades en las que las religiones serían, a lo sumo, residuos de un mundo pre-científico y pre-moderno no se ha cumplido. Aunque ciertamente, con el despliegue de la modernidad la religión institucionalizada ha dejado de ocupar un lugar central. En este sentido, Sotelo (1994) señala que la innovación fundamental que aporta la modernidad es la marginalización de este tipo de religión en un mundo pluralista. Ya en la década de los noventa Aranguren (1994) afirmaba que parece que nos encaminamos hacia una próxima caída de las religiones establecidas y sus iglesias, y hacia un nuevo florecimiento de la religión sin “denominación”, orientado a un espíritu religioso libre y puro, vive la religión desvinculada de toda práctica cultural formal. Estaríamos en vísperas de un nuevo “encantamiento”, o más bien de un “re-encantamiento” de la realidad, de un hallazgo inesperado del sentido de lo sagrado, en medio de un mundo completamente tecnificado (Maffesoli, 2009). En esta línea, Gellner (1993)11, y frente a la tesis de la jaula de hierro de Weber12, afirmaba que lo que se ha producido tanto en Occidente como en los países llamados en vías de desarrollo no ha sido un progresivo desencantamiento del mundo sino, antes al contrario, un proceso de creciente reencantamiento, podría decirse que complementaria del desencantamiento de la cosmogonía religiosa tradicional, con la emergencia proliferante de una gran variedad de nuevas formas re-institucionalizadas de religión y pararreligión. Por tanto, la modernización no se plantearía estrictamente como un proceso de secularización, sino como ámbito en el que se producen nuevas formas de religiosidad y se hace necesaria la tarea de identificar y explicar la producción moderna de la religiosidad, así como los modos específicamente modernos de la experiencia religiosa. Se ha escrito sobre la metamorfosis de lo sagrado en el mundo moderno (Lenoir, 2005; Prades, 1987), las formas modernas de lo sagrado (Ferrarotti, 1990), la consagración de lo profano y el retorno de lo numinoso (Giner, 1987), los equivalentes laicos de la religión (Durkheim, 1982); las religiones civiles (Bellah,1970; Giner, 1987), la religión secular (Hanegraaff, 1996) las religiones políticas (Díaz-Salazar, 1991; Zuo,1991), las religiones de la humanidad (Comte,1953; Durkheim, 1982);la religión invisible (Luckman, 1973); la religión difusa (Cipriani, 1992); la religión vacía (Díaz-Salazar, 1994); la religión implícita (Nesti, 1985), el retorno de la religión y la revancha de Dios (Kepel, 1991),las pararreligiones y cuasirreligiones (Prades, 1993), las religiones laicas (Gil Calvo, 1994) etc. En conjunto se ha hablado en singular de “nuevo fermento religioso”, de “despertar”, de “nueva conciencia religiosa” (Champion, 1995:711). Numerosos autores se refieren a los nuevos movimientos religiosos pero somos conscientes de que la etiqueta “nuevos” vuelve a remitir al eurocentrismo, pues desde una perspectiva no occidental, especialmente desde la de tradiciones panteístas asiáticas, esta religiosidad “posmoderna” se revela algo bastante viejo. El misticismo individualista es una opción conocida en todas las grandes tradiciones religiosas, aunque pasara por una “anomalía” o por algo reservado a las elites y virtuosos en el seno de las tradiciones hinduistas, budistas y taoístas” (Beck, 2009:36-37).
Parece claro que el resultado del proceso de secularización, entendido éste como el efecto que el proceso de modernización ejerce sobre las instituciones religiosas, no sería el debilitamiento y aun la extinción de las religiones premodernas, sino, por el contrario, su progresiva modernización, capaz de potenciarlas, desarrollarlas y multiplicarlas, haciéndolas más ricas, variadas, eficientes y poderosas (Gil Calvo, 1994:174). La secularización no significa el hundimiento de la religión y la fe, sino la formación y difusión generalizada de una religiosidad que remite progresivamente a la individualización. Este proceso forma parte de una tendencia más profunda hacia la reavivación de la fe en una sociedad en la que las zonas de influencia de las religiones se cruzan y penetran, y cuyas condiciones fundacionales son la incertidumbre fabricada de una modernización que transforma sus propias premisas (Beck, 2009:38-39). Así, estos nuevos movimientos religiosos han surgido precisamente como respuesta a la secularización, la modernidad y el declive de las religiones institucionalizadas13. Éstos representan el “último aliento” de la religión, una trinchera donde la fe antimoderna se refugia frente a la modernidad pluralizada e individualista.
De acuerdo con Panikkar (1999), nos encontramos ante la encrucijada de tres grandes tradiciones: la teísta (monoteísta), la no teísta (sobre todo la budista) y una especie de tradición bicéfala: la secular y la atea, al mismo tiempo que, podemos decir, asistimos al paso del antropocentrismo moderno hacia un cosmocentrismo postmoderno. Ello es así puesto que en la actualidad la existencia de grupos como expresión de nuevas religiosidades, se pueden entender como indicadores de una nueva consciencia religiosa, como un fenómeno emergente que se cuestiona los principios básicos, así como el desarrollo cultural de nuestra sociedad. Se trata además, de movimientos culturales, creativos y de experimentación que proponen nuevos estilos de vida. No debemos olvidar que por nuevos movimientos religiosos se entiende tanto a los grupos realmente nuevos, ya sea desde la tradición cristiana (neocristianos) o de inspiración oriental (rajeneeshismo); los desarrollados desde las tradiciones orientales clásicas (las diferentes formas de hinduismo, de budismo, de sufismo, etc.); las indias de América (chamanismo), así como los grupos nacidos hace diez o doce años cuantitativamente insignificantes como la Iglesia de la unificación de Moon. Se encuentran igualmente incluidos los grupos pararreligiosos, tales como la Meditación trascendental o Arica (que a menudo resultan difíciles de distinguir de los grupos de “potencial humano”) que utilizan técnicas de meditación o de yoga y grupos que reactivan diversas prácticas esotéricas o mágicas. La heterogeneidad de los grupos resulta, por lo tanto, considerable. Además, la lista de grupos que podría catalogarse bajo la rúbrica de nuevas religiones diferiría de país a país. Tal como recuerda Melton (Siegler, 2008) el contexto lo es todo: en EEUU la United Methodist Church (Iglesia Metodista Unida) es una de las organizaciones religiosas más grandes y más aceptadas socialmente. En Grecia, donde el gobierno vigila todas las religiones cristianas no ortodoxas, los metodistas unidos están catalogados como secta peligrosa. Así, al menos en Occidente, la religión tradicional o histórica se ha retirado a la periferia de la significación social, contemplándose como una opción de carácter privado ante la emergencia de otras posibilidades a elegir que ofrecen una religiosidad experiencial, emocional, mística, fuertemente ecléctica, con una orientación salvadora pragmática, aquí y ahora, y un holismo o universalismo teñido de cientificidad, ecología y humanitarismo genérico (religión a modo de “espiritualidad de la humanidad”, religión cósmica”, “espiritualidad planetaria”, “religión ecológica”). Se trata de una religiosidad estructurada muy flexiblemente, con conglomerados de seguidores desde stages, revistas, cursos… una organización nada rígida y cambiante (Champion, 1995; Mardones, 1999; Davie, 2011).
Pero, además, cada vez se hace más patente la emergencia y reivindicación de una forma de re-ligación o anamnesis que remonta a lo que podríamos denominar la conectividad mística (Hernàndez, 2011). Este tipo de conectividad es el más antiguamente expresado, pues aparece explicitado tanto en los mensajes milenarios de las tradiciones místicas espirituales (hinduismo, budismo, taoísmo, sufismo, cábala judía, gnosticismo cristiano, alquimia, neoplatonismo, chamanismo), para definir el pensamiento sapiencial derivado de la experiencia mística del ser como camino de liberación interior. Estas tradiciones místicas, como también la ya aludida filosofía perenne, subrayan un fenómeno: que la trama unificada de la vida se constituye en la red subyacente que define la Unidad de la Realidad última, que la cultura sólo puede captar mediante su propia transcendencia crítica reflexiva (Hernàndez, 2009). Estas tradiciones místicas son, del mismo modo que ocurre con las corrientes científicas discrepantes en relación a la ciencia dominante, minoritarias e incómodas dentro de sus respectivas tradiciones religiosas, formalizadas en instituciones, dogmas y jerarquías confesionales, si bien ahora parecen confluir debido a la intensificación de los procesos globalizadores.
Hanegraaff (1999), nos recuerda que ya Durkheim advertía que las religiones individuales, aquellas que el individuo establece para sí mismo y celebra por sí mismo están presentes en todas las sociedades. Estas no sólo han sido muy frecuentes a lo largo de la historia sino que parecen llamadas a convertirse en la forma eminente de la vida religiosa14 (Durkheim, 1982:41; Hanegraaff, 1999:146; 2005:43) en la actualidad. Se trata de uno de los grandes movimientos esenciales de la modernidad occidental. Hoy no son las religiones institucionalizadas las que imponen un conjunto de normas incuestionables a los creyentes, sino que son éstos los que toman de las diversas tradiciones existentes los elementos que necesitan.
Para entender este proceso, cabe distinguir, entre la religión, entendida como una creencia común, una validación comunitaria, carismática o institucional de la creencia (Hervieu-Léger, 2005) y, lo que entendemos por religioso, como una dimensión fundamental del ser humano que puede expresarse de forma individual a través de una creencia que se autovalide (Lenoir, 2005). El autor pionero en la distinción entre forma y contenido, o entre religiosidad y religión, fue George Simmel a principios del siglo pasado15. Ya entonces, se interesó simultáneamente por la permanencia y la variabilidad de la vida religiosa, lo que lo ha convertido en un autor de máxima actualidad. Así, ser religioso no implica formar parte de un grupo u organización determinados; más bien indica una determinada actitud respecto a las cuestiones existenciales del ser humano en el mundo. El sustantivo “religión” parte de la imagen de una serie de esferas de acción (economía, ciencia, política y también religión) separadas entre sí por fronteras claramente trazadas. El adjetivo “religioso”, en cambio, tiene en cuenta cuán desdibujados y falto de límites está lo religioso con todas sus paradojas y contradicciones, dando así cabida en el horizonte visual a una alternativa sincrética al sustantivo monoteísta “religión” (Beck, 2009:59). También se ha utilizado el término de “sagrado” para designar la experiencia personal e íntima de carácter universal, subjetiva y afectiva del individuo consciente de estar unido a realidades suprasensibles o a fuerzas que le superan. Esta experiencia de lo sagrado, religiosa/o o espiritual16, se concibe desde entonces como el fundamento mismo de lo religioso y se refiere al sentimiento individual antes de inscribirse en un marco colectivo, es decir, en la religión. Para Lenoir (2012), además, lo sagrado es algo más universal y más arcaica que la búsqueda espiritual, que sería un fenómeno históricamente posterior. Citando a Otto (1996) define lo sagrado, o lo santo, como una mezcla de espanto y veneración ante el mundo, una experiencia de la inmensidad del cosmos que genera una conmoción en la persona. Según Lenoir (2012), la búsqueda espiritual tiene ya más que ver con la elaboración intelectual e intento dar una respuesta al enigma de la existencia, y se relaciona con proceso individual, mientras que lo sagrado es individual y colectivo a un tiempo. Desde esta perspectiva, la religión aparece como una construcción social, que ritualiza, codifica e institucionaliza lo sagrado. La religión es un intento de domesticar, organizar y hacer inteligible lo sagrado, creando un poderoso vínculo social entre los individuos: re-liga verticalmente a estos con lo transcendente, la fuente invisible de lo sagrado, pero también re-liga horizontalmente a los individuos entre sí, creando un vínculo social en la comunidad.
Es precisamente, en la experiencia individual donde hallamos al sujeto religioso moderno que se define por su autonomía, su vinculación a la conciencia y a la libertad personal. Este tránsito de la religión a lo religioso así como a las religiosidades en plural se inserta en el pluralismo cultural que permite la continua exploración de sentido y realización al individuo. El sujeto religioso moderno es pues, un individuo que reivindica su autonomía pero sintiéndose o queriéndose integrado en una dimensión vertical y plural de la realidad, en la creencia en diferentes niveles de la realidad que definen lo religioso como vivencia espiritual de lo sagrado.
La New Age (Nueva Era) es la cara más visible de esta espiritualidad o de esta nueva religiosidad que también ha sido identificada en el seno de los Nuevos Movimientos Religiosos (Siegler, 2008). Pero en ella han tenido un gran impacto también disciplinas como la psicología analítica de Jung (2004) y Von Franz (2007), la psicología arquetipal de Hillman (1999) y Harpur (2010), o la psicología transpersonal de Grof (2009), Maslow (2007) o Wilber (2006). De una manera u otra, en todas ellas el Inconsciente Colectivo, concepto acuñado por Jung y que tendría bastantes similitudes con la noción oriental del Tao, aparece como una totalidad psico-físico-espiritual con la que se conecta la búsqueda individual, la cual persigue el ansiado reencuentro con el Self (Sí-Mismo), sinónimo, pues, de la crucial re-ligación entre el individuo y la fuente primordial de lo sagrado.
La New Age aparece como la explicitación contemporánea más típica de la religiosidad alternativa holística acorde con esa opción privada de lo religioso, pero no la agota. Merlo (2007) la valora como una amplia confluencia de diversos movimientos donde aparece a un tiempo la huella de tradiciones orientales, movimientos sincrético-holistas, disciplinas psico-terapéuticas y nuevos paradigmas científicos. Lenoir (2005) aboga por designar la New Age no como al conjunto de cambios espirituales que operan desde la perspectiva del reencantamiento del mundo, sino como uno de sus momentos álgidos, una de sus cristalizaciones, que tendría como símbolo uno de sus libros fetiche, La conspiración de Acuario, de Marilyn Ferguson, publicado en 1980. Lenoir insiste, además, en una superación o evolución de la New Age de los años sesenta, setenta y ochenta, con la aparición de nuevas sensibilidades espirituales, en el último cuarto de siglo, que dejan entrever nuevas formas en el seno de esta amplia corriente secular de religiosidad alternativa. Insistimos pues, en que la situación de la neoreligiosidad contemporánea no es una anomalía ni un síntoma del fracaso de la modernidad (entendida como un vasto proceso de secularización finalmente no consumado), sino un momento específico de la modernidad, una acentuación de sus características fundamentales que son, la razón crítica, el individualismo, la diferenciación funcional y la reflexividad. Se trata, por tanto, de entender la espiritualidad o el camino espiritual enfatizando en la búsqueda del autoconocimiento y del autoperfeccionamiento; de manera que no se refiere solamente a la restructuración del campo propiamente religioso, sino que también abarca campos como la psicología y la medicina en un movimiento en que los nuevos significados, estilos de vida, autoridades, capacidades, etc. están en proceso de legitimación (Siqueira, 2004:102).
De manera que el menor peso de los cultos históricos e institucionalizados corre paralela a la aparición de nuevos movimientos espirituales que se han apoderado del terreno perdido por el cristianismo tradicional. Esto nos sitúa ante nuevas subculturas espirituales que a partir de la experiencia propia proliferan y se articulan en infinidad de grupos. En esta extensión hacia cultos y prácticas sin iglesia han proliferado nuevos términos para dar cabida a las nuevas manifestaciones del fenómeno religioso, “religiones no teístas” (Díaz-Salazar, 1994), “nebulosa místico-esotérica” (Champion, 1995), entre otras, aunque una mayoría de autores se refiere al movimiento o a los movimientos New Age, que se caracterizan por su visión compartida de la naturaleza humana y por su aspiración a una nueva era de paz y de iluminación. También se caracterizan estas fuerzas como corrientes psico-espirituales, movimientos del despertar de la conciencia o simplemente "nueva consciencia", entendida como un fenómeno emergente, en el que no sólo se cuestionan los principios básicos de las religiones establecidas sino que engloba, además, un gran número de movimientos culturales, creativos y de experimentación que proponen nuevos estilos de vida. En todo caso, también hay aportaciones, como las de Roy (2008), que sostienen que los propios procesos de desterritorialización asociados a la globalización han producido que la propia religión haya ido desligándose de sus raíces culturales, de forma que cada vez más proliferan formas religiosas híbridas que beben de distintas fuentes sin necesidad de asumir sus propias raíces culturales. Esta "religión sin cultura" que Roy etiqueta como "santa ignorancia", pero que quizás habría que reinterpretar como religión vinculada a una nueva cultura global (Ortiz, 1997; Lipovetsky y Serroy, 2010), prolifera en un contexto de mercantilización y bricolaje de lo religioso y supone un cambio de contexto a tener en cuenta para entender las nuevas formulaciones de lo espiritual.
Todo ello ocurre, efectivamente, en un contexto de intensa globalización cultural que explicaría la progresión de lo que hemos dado en llamar la "conexión transcendente" (Hernàndez, 2011), en la que confluyen globalidad, espiritualidad y humanidad. Así, aunque ya hacía milenios que las tradiciones místicas destacaban la centralidad vital de la interconexión e interdependencia, y aunque dicha centralidad sólo tardíamente ha empezado a ser descubierta por la ciencia (fundamentalmente la física y la psicología en la primera mitad del siglo XX), la intensificación de los procesos de globalización social en la segunda mitad del siglo XX (si bien eran también seculares) ha hecho que la interconexión e interdependencia entre los seres humanos se hayan convertido en los principales temas de las sociedades complejas. De este modo, lo que comenzó en el plano espiritual y místico acaba manifestándose en el plano material y social, como lo demuestra la progresiva y acelerada “redificación” del mundo (McNeill i McNeill, 2004), y es esta constatación encadenada (la "conectividad de conectividades", mística, física, psíquica y social), lo que acaba generando (aunque también puedan intervenir otros factores), la activación de una nueva espiritualidad cosmopolita. Lo cual es como decir que el desarrollo de una espiritualidad global acaba potenciando una globalización espiritual, coincidente, por otra parte, con la propia esencia del misticismo, que necesariamente, al transcender tiempo y espacio, es global y universal. La nueva espiritualidad global cosmopolita difiere de las anteriores en que esta última emerge a partir de la consciencia reflexiva derivada tanto de los intensos fenómenos de globalización social como de las conectividades física, biológica y psíquica nacidas con la radicalización de la modernidad. Al tiempo, esa globalización espiritual va emergiendo como el ambiente conectivo último, y necesariamente inmaterial, del propio proceso de globalización. A esto es a lo que denominamos "conexión transcendente", imprescindible, desde nuestro punto de vista, para entender la expansión e intensificación de las nuevas espiritualidades contemporáneas.
En este proceso no podemos perder de vista el cambio de valores que viene gestándose, fundamentalmente, en nuestras sociedades occidentales, y que ha sido explorado y constatado en diversas investigaciones desde la última década del siglo pasado. Las más divulgadas, seguramente porque no se limitaban a la sociedad americana han sido los diversos estudios comparativos de la mano de Ronald Inglehart (1990;1997) en los que sostiene que el desarrollo económico se halla vinculado a la existencia de cambios sistemáticos –y en cierto sentido predecibles- en la cultura y la vida social y política de una comunidad. Se produce pues un giro desde los valores materialistas hacia los valores posmaterialistas, desde la priorización máxima a la seguridad física hacia una mayor relevancia de la pertenencia, la autoexpresión y la calidad de vida. De forma, prácticamente paralela a estas investigaciones, Paul H. Ray y Sherry Ruth Anderson publicaban en 2000 el libro The Cultural Creatives, en el que afirmaban que cambiar la manera de ver el mundo significa, literalmente, cambiar la percepción de la realidad lo que causa a su vez cambios estrechamente correlacionados: de valores, de estilo de vida, de percepción del mundo y de sí mismo, de la manera de pasar el tiempo, de gastar el dinero o de relacionarse. Este cambio profundo es a lo que distintos autores han llamado “el despertar” o el cambio de conciencia, que se produce cuando cambiamos nuestra percepción de la realidad (Wilber, 2001; Grof, 2009; Laszlo, 2004).
Sobre una base de más de 100.000 encuestas, Ray y Anderson (2001), muestran la aparición de una nueva e importante subcultura, la Cultura Creativa, que se ha ido gestando en silencio, sin llamar la atención, sin ser objeto de interés por parte de los medios, políticos o de los científicos. Sus protagonistas, están dispuestos a romper moldes sociales y a explorar en los distintos campos de la tecnología y del saber con el fin último de conseguir una vida mejor para todos. Exigen autenticidad en todos los ámbitos de la vida, es decir, concordancia entre lo que se dice, se hace y se cree. Apoyan firmemente a la mujer y su punto de vista. También insisten en tener acceso a una información completa y transparente, etc. de manera que la forma de hacer negocios y la política ya está cambiando puesto que se estima que sólo en E.E.U.U. existen 50 millones de personas creativas culturales y en la Unión Europea entre 80 y 90 millones más.
Este cambio está protagonizado por corrientes, grupos e individuos que convergen de forma especial con el movimiento ecologista y con los movimientos psico-espirituales que hemos tenido oportunidad de ver en los apartados anteriores, pero también con otros de menor calado social que en conjunto no parecen tener ninguna duda en que el verdadero bienestar no depende de la continua acumulación de posesiones materiales, sino de desarrollar una vida llena de sentido en un contexto social cooperativo y en armonía con un entorno natural que mantenga su integridad. Para Roy y Anderson (2001) los individuos que conforman los movimientos de despertar espiritual supondrían casi la mitad de los creativos culturales, tratándose de un grupo social más dirigido al trabajo interno que al trabajo activista externo o social, aunque su incidencia también estaría generando transformaciones sociales. Así, mientras los movimientos socio-políticos se orientarían más al polo material, los psico-espirituales lo harían más hacia el polo inmaterial y de valores. Ello tendría consecuencias en las prácticas cotidianas diferentes a las convencionales o propias del sistema de valores más materialista. De acuerdo con Pigem (2009, 2010), y en consonancia con estos valores creativos culturales, que tanto tienen de postmaterialistas, sería necesario adoptar valores que nos orientaran hacia el verdadero bienestar personal, social y ambiental desvinculándolo del mundo-tener: es decir, que desvincularan nuestra identidad, nuestro sentido del yo de los bienes materiales, de los cuales nunca llegamos a estar saciados. Lo cual implicaría basar la autoestima no en el tener sino en el ser, como ya en su momento formulara Fromm (2007), desarrollando una identidad más participativa, más fluida y más consciente de nuestra interdependencia con el resto del mundo.
El individualismo utilitario y sus valores (dinero, poder, conocimiento científico) desarrollados de la mano del sistema capitalista, no solamente muestran síntomas de claro agotamiento sino que además, la crisis sistémica en la que nos hallamos sumergidos ha dejado al sistema completamente desfasado por su incapacidad de reproducirse, es decir, de regenerarse. Los gravísimos problemas ecológicos, el reto energético, el agotamiento de los recursos, la falta de empleo, la deslegitimación política, la falta de valores, el descontento social, etc. hace ineludible la necesidad de progresar de una sociedad basada en el crecimiento material hacia una sociedad basada en el crecimiento de los valores intangibles propiamente humanos (Latouche, 2008). Liberarnos de la idolatría del consumo y del crecimiento por el crecimiento requiere transformar el imaginario personal y colectivo, transformar nuestra manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. Para Pigem (2009), los nuevos valores clave que pueden servirnos de brújula en este transito son: a) la consciencia planetaria y la revalorización del mundo de ámbito global, b) la relocalización y la participación de ámbito social, c) la autorrealización y el fluir de ámbito personal.
La pregunta, ¿Cuál es la naturaleza del universo y cuál es el lugar que ocupan las personas en él? sintetiza lo que conocemos como la “gran pregunta” o “gran misterio” que desde el origen de los tiempos la humanidad no solo se ha formulado sino que ha intentado contestar, ensayando distintas respuestas en función del momento histórico y del contexto cultural. Pues los seres humanos no solamente hemos tratado de dar respuestas a estas grandes preguntas, sino que hemos intentado explicarnos todo aquello que nos rodea y que, en definitiva, confiere sentido a nuestra naturaleza humana. Si algo demuestra el estudio de la culturas es que, además de ser seres sociales, de relacionarnos los unos con los otros, de expresarnos, las personas necesitamos construir un sentido para nuestra existencia, y por esa razón hemos desarrollado distintos sistemas de creencias o formas de conocimiento, como la ciencia, la religión y la filosofía.
En
este artículo hemos tratado de mostrar que algunos de los
desarrollos acaecidos durante las últimas décadas en la filosofía
y en la religión persiguen una tarea de anamnesis social y personal,
capaz de reconectar con lo sagrado, entendido este con el contacto
con fuentes de transcendencia capaces de resignificar la vida en su
sentido más amplio. Dicha anamnesis sucede, a la vez, en un contexto
de intensa globalización que trae consigo una conexión
transcendente capaz de dotar de un sentido profundo a los modernos
lazos de interdependencia que se establecen entre los individuos
entre sí y entre estos y el mundo físico, psíquico y espiritual.
En este proceso, que rescata extensas áreas de las viejas formas de
conocimiento tradicional y las recombina con aspectos modernos hasta
configurar una nueva cultura creativa, se impone la necesidad de la
experiencia directa y la comprensión personal y colectiva de esta. Y
no tanto a través de sistemas codificados de ideas o formulaciones
dogmáticas, como a través de la propia vivencia que alumbra este
cambio trascendente y revolucionario en la visión del mundo.
ZUO, J: "Political Religion: The case of the cultural revolution in China". En Sociological Analysis, 1, 1991.
Fecha de recepción: diciembre 27 de 2013
Fecha de aprobación: febrero 5 de 2014